La mente podría ser más fuerte que el ADN para el ejercicio y los hábitos alimenticios

 
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El estudio provoca preguntas sobre qué tanto afectan los genes nuestro bienestar físico o bien si, en ciertas circunstancias, lo que pensemos sobre nuestros cuerpos, sus capacidades y límites, podría ejercer mayor influencia.

Actualmente está de moda hacerse pruebas de ADN. Los servicios para hacerse pruebas, ya sea con o sin receta médica, nos prometen revelarnos algo sobre nuestra herencia en términos de salud, por ejemplo, si somos propensos a subir de peso, si responderemos bien al ejercicio, si podemos metabolizar diversos alimentos con eficacia y si tenemos mayor o menor riesgo de contraer una amplia variedad de enfermedades.

Sin embargo, la veracidad de muchas de estas afirmaciones sigue siendo dudosa. La mayoría de los científicos que estudian la genética considera que los efectos de muchas variantes particulares de genes son, por lo general, leves, además de que se sabe poco al respecto.

Pero se sabe aún menos sobre los impactos psicológicos de saber que se tiene una probabilidad genética alta o baja para ciertos problemas de salud y de cómo las actitudes que asumimos pueden desempeñar un papel en nuestra fisiología.

Así pues, para el nuevo estudio, que se publicó en diciembre en Nature Human Behavior, investigadores de la Universidad de Stanford se dieron a la tarea de engañar a un grupo amplio de hombres y mujeres con mentiras sobre sus genes, al menos de manera temporal.

Empezaron por poner publicidad a nivel local buscando participantes interesados en saber qué dietas o programas de ejercicio eran más adecuados para ellos, dependiendo de su genotipo. Más de doscientos hombres y mujeres sanos respondieron y fueron aceptados en el estudio.

Todos dieron una muestra de saliva para hacer pruebas de genotipo, después comenzó el experimento, aunque el propósito real quedó oculto para los participantes.

Dividieron a los hombres y mujeres en dos grupos. Uno de estos hizo una prueba en una caminadora, que consistía en correr lo más rápido posible usando una máscara que medía su consumo de oxígeno y capacidad pulmonar mientras le iban diciendo a los investigadores cómo se sentían.

El otro grupo se abocó a dietas y comportamientos alimenticios. A los participantes se les dio una comida líquida de 480 calorías y les pidieron que se la acabaran y luego describieran cuán saciados se sentían. Los investigadores les sacaron sangre para examinar los niveles de ciertas hormonas que se sabe contribuyen a la sensación de saciedad en las personas.

En una visita posterior al laboratorio, los voluntarios vieron los supuestos resultados de sus pruebas genéticas. A algunos de los que formaban parte del grupo que hizo ejercicio se les dijo que tenían una variante genética que hace a la gente más propensa a tener menor resistencia y dificultades con un ejercicio prolongado. Esta variante genética sí existe y está asociada con una respuesta baja al entrenamiento de resistencia, no obstante, a la mayoría de los participantes a los que se les dijo que eran portadores de este gen en realidad no lo eran.

Del mismo modo, los investigadores les dijeron a algunas de las personas del grupo de la dieta, engañosamente, que tenían una variante genética que podía hacerlos sentir menos saciados de lo que en realidad estaban y, de esta manera, serían propensos a comer de más; a algunos otros se les dijo que la variante de su gen los haría sentir saciados muy pronto y, por lo tanto, tienen menores probabilidades de sufrir de obesidad.

Después, los hombres y mujeres repitieron la sesión en la caminadora o la comida líquida.

Los resultados de cada sesión fueron muy reveladores. Los del grupo del ejercicio a los que se les dijo – casi nunca era cierto – que sus genes hacían que probablemente respondieran mal al ejercicio, se cansaron más rápido que la vez anterior y su capacidad pulmonar y de consumo de oxígeno fue mucho menor.


En el grupo de la dieta, los que erróneamente creyeron que tenían la variante protectora del gen del apetito se sintieron más llenos que la vez anterior después de beber el licuado y sus cuerpos produjeron más una hormona que aumenta la saciedad.

En ambos casos, las creencias psicológicas sobre sus propensiones genéticas alteraron las reacciones fisiológicas a las pruebas médicas.

Quizá lo más interesante es que después los investigadores compararon los efectos físicos de tener la variante genética contra solamente creer, erróneamente, que se tiene.

Para esto, en la primera ronda de pruebas –antes de que la gente supiera algo de sus propensiones genéticas— hicieron una relación de qué tanto el consumo de oxígeno y la capacidad pulmonar eran menores si tenían la variante genética poco deseable, y qué tanto su saciedad y excreción de hormonas del apetito eran mayores si tenían la variante más codiciable relacionada con el apetito.

En ambos casos, la variante tenía el impacto esperado en los cuerpos de las personas, si bien el efecto era menor.

De hecho, resultó que los impactos físicos en la resistencia y saciedad con frecuencia eran más considerables entre los voluntarios que creían que poseían la variante genética y no entre los que en realidad sí la tenían.

Estos hallazgos sugieren que «la gente tiende a atribuirles más poder a los genes de lo que deberían», afirma Bradley Turnwald, doctorando en Stanford que realizó el estudio junto con la autora principal, Alia Crum, y otros.

Nuestras actitudes o expectativas mentales sobre nosotros mismos al parecer juegan un papel igual de importante, o más, que el ADN para dar forma a las reacciones de nuestro cuerpo ante la dieta y el ejercicio, concluye Turnwald.

Pero añade que se necesitan muchas más investigaciones a fin de comprender la relación entre genes, creencias y salud, para ayudar así a que las personas interpreten con mayor conocimiento los resultados que reciben de pruebas genéticas, dice Turnwald.

En cuanto a los voluntarios del estudio, Turnwald sostuvo que al final se les explicó todo y se les dieron los resultados reales de las pruebas genéticas.

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