La familia cordobesa que vivió 5 años en Chernobyl en misión humanitaria
Sebastián Sosa rememorara su paso por Bielorrusia tras la explosión de la central nuclear. Ambos volverían a ir al lugar.
“Es un estilo de vida que tenemos nosotros. Es cuestión de principios y valores: nos gusta más dar, a que nos den”. De modo simple y conciso resume Eduardo Sosa el porqué de sus cinco años en Bielorrusia, poco después de la explosión de la central nuclear de Chernobyl. Junto a su esposa Edith y sus hijos adolescentes Sebastián, Federico y Ximena decidieron ir hasta allí en misión humanitaria sin límite de tiempo establecido.
En 1992 la familia se instaló en Minsk, a 350 kilómetros de la zona del desastre. “Para nosotros es fácil, pero no todos pueden entenderlo”, asegura a Ámbito este médico gastroenterólogo y pastor evangélico al referirse a la decisión de trasladarse al sitio que hoy da vida a la serie estrella de Netflix.
Al principio, hubo dos factores que los empujaron hacia allí. Según cuenta Sosa, “un cristiano que había sufrido décadas de persecución” les “imploró: ‘Vengan a Bielorrusia, todos van a Rusia, nadie a nuestro país’”. Poco después, una traductora que los despedía de un viaje anterior, en Kémerovo, los saludó llorando al afirmar que “todos dicen que volverán, pero nunca vuelven”. “En ese momento Edith tomó una decisión, y los chicos se sumaron”, rememora Eduardo.
Cuando estalló el reactor, el 26 de abril de 1986, la catástrofe de Chernobyl se convirtió en el peor accidente nuclear de la historia y contaminó una buena parte de Europa pero sobre todo Ucrania, Bielorrusia y Rusia, en ese momento repúblicas soviéticas. Al principio, Moscú intentó ocultar el accidente y la primera alerta pública se lanzó el 28 de abril por parte de Suecia.
En total, casi 350.000 personas fueron evacuadas durante varios años en un radio de 30 kilómetros alrededor de la central. El balance humano de la catástrofe aún es tema de debate, pero las estimaciones oscilan entre 30 y 100.000 muertos.
Sosa recuerda el alto nivel de desinformación y hermetismo en el lugar. “Nunca nos permitieron ir a un hospital con gente enferma, ellos cuidaban la imagen, no querían que nada se vea. Lo único que dejaban ver eran los casos que comenzaban de leucemia y de cáncer de tiroides, que no afectaban la cara ni la estética”. Más tarde, recuerda, lograron ingresar pero sólo hasta ciertos sectores, gracias a la ayuda de amigos que hicieron allí.
El ocultamiento fue tal que, según rememora el gastroenterólogo, las consecuencias de la radiación en la salud de la población se escondían puertas adentro: “Vimos muchas residencias que, en teoría, no eran de niños enfermos sino que los habían traído a vivir lejos de Chernobyl. Pero realmente eran enfermos y era triste ver a esa gente sin futuro”.
Sebastián, hijo mayor de los Sosa, tenía en ese entonces 16 años. Hoy, a los 43, sostiene que los primeros seis meses en Bielorrusia fueron los más complicados. “El comienzo fue duro, porque no conocíamos el idioma, que es muy diferente al nuestro, no teníamos amigos, la cultura es muy diferente, la gente es muy distante, el clima muy intenso”, asegura.
Para él, lo que hizo la diferencia fue “involucrarse: “Empezamos a trabajar en una iglesia. Mis padres participaban y ayudaban ahí, dando clases bíblicas, y en un instituto de formación de líderes. Luego, empezamos a hacer ayuda humanitaria con la fundación que armamos y también con otra fundación que era principalmente de Estados Unidos”.
Su padre comenta que sus labores allí se basaron principalmente en los niños de Chernobyl. Allí, payasos, mimos, golosinas, películas, cuentos y juguetes daban a los chicos la posibilidad de momentos felices, lejos de la preocupación, los malestares físicos y las carencias. Su vocación solidaria, sin embargo, no lo hace pensar en su generosidad: “Los primeros beneficiados fuimos nosotros”, afirma el cordobés que insistentemente recalca su agradecimiento tanto al pueblo bielorruso como a Argentina, ya que destaca que ambos fueron partícipes de que la familia pudiera colaborar tras la catástrofe.
Mientras tanto, la familia luchaba por conseguir la residencia legal: “‘Visa’, ‘migración’ y ‘registración’ se transformaron para nosotros en malas palabras, cada año al repetir el trámite”, dice Sosa (p). Al menos en dos ocasiones se salvaron de ser deportados.
Federico
La salud de los Sosa no salió ilesa de Bielorrusia. Toda la familia sufrió años después consecuencias en sus propios cuerpos. Ximena, que en ese entonces tenía 12 años y hoy tiene 39, fue operada de cáncer de tiroides hace poco tiempo. Edith padeció cáncer de piel en el año 2000. Eduardo fue intervenido por tumores de duodeno y musculares. Pero Federico, según su papá, fue quien “peleó la más brava”.
El joven que al viajar a la ex Unión Soviética tenía 12 años falleció en 2014 por una poliposis múltiple: “Se enfermó en 2009 y murió cinco años después. Nunca se quejó por haber ido y tampoco se arrepintió. Un mes antes dijo ‘cuando salga de esto regresare’”. Eduardo, hoy radicado en Málaga, insiste en que no pretende dramatizar pese al dolor de la pérdida y agrega: “Él se fue feliz, seguro de todo lo vivido, sabiendo que todo estaba bien. Él mismo decía y nos repetía hasta el final: ‘Ustedes vuelven a España, yo a Bielorrusia’”.
Volver
“Si fuera por mí volvería, pero me sugirieron no hacerlo”, comenta Sosa (p). El pastor menciona que Ximena, quien vive en Estados Unidos, consultó en la reconocida Clínica Mayo acerca de la salud de la familia. La respuesta fue contundente: “Usted y su familia no viajan nunca más a Bielorrusia”, parafrasea Eduardo mientras añade que “Sebastián es más alocado y estaría dispuesto a ir”. De hecho, el hijo mayor, ratifica: “Si siento la vocación o el llamado de hacerlo, lo volvería a hacer. Yo siento paz por lo que hice en ese momento y no me arrepiento”.