Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social
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Para ingresar a un teléfono móvil, una computadora se nos suele solicitar una clave. Lo mismo para operar con la tarjeta de débito o crédito. Son números, letras, o ambos combinados de modo tal que si no los colocamos adecuadamente el sistema no nos permite el acceso.

 Varias novelas nos presentan la necesidad de conocer alguna “fórmula mágica” para utilizar poderes especiales, y también para acceder a bienes de ultratumba, o romper hechizos que esclavizan o impiden la felicidad.

Incluso en algunas presentaciones de magos o de espectáculos se utilizan estas palabras para que el público logre participar de la obra.

Diversas culturas antiguas (o no tanto) contaban también con las ciertas fórmulas para dirigirse a sus divinidades y de esa manera conseguir beneficios o bendiciones para la guerra. En ocasiones se pensó que diciendo tal o cual frase se obtenía automáticamente un favor concreto para sí o un maleficio para el enemigo. Querer “controlar” a los dioses no fue cosa poco común.

La oración cristiana (podemos decir judeo-cristiana) nos hace pararnos de otro modo. En los Evangelios encontramos distintos pedidos que le hacen a Jesús: salud, justicia, enseñanzas morales o teológicas. En el episodio de San Lucas que se proclama hoy, se nos cuenta que “un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo entonces: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino…»”. (Lc. 11, 1-2)

Y Jesús les enseñó el Padre Nuestro, la oración que recoge lo central de la Revelación Bíblica.

La oración se hace desde un vínculo familiar. Lo primero que hay que decir es “Padre”, que me ubica ante Dios como hijo suyo. No estamos iniciando un intercambio de palabras entre extraños, sino un diálogo que brota del corazón de la criatura por medio de los labios, y hecha palabra busca llegar al corazón de Dios.

No son palabras mágicas para romper o provocar un hechizo malvado, sino un hablar con confianza con quien sabemos nos ama con ternura.

Jesús nos invita a ser perseverantes en la oración para alcanzar su eficacia: “También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”.

La confianza está puesta en mi oración (la creatura) y en quien la escucha (mi creador). Sabemos que la vida es don del amor de Dios. Él no nos pediría ser insistentes y perseverantes en un camino inútil y estéril.

Volvamos al comienzo del relato evangélico. Jesús estaba orando, y uno de sus discípulos que lo estuvo observando le pidió que les enseñara a orar. Se nota que estaba atento no sólo a los milagros y predicaciones, sino también a cómo dialogaba con el Padre. Eso le había fascinado y lo quería para sí mismo. Por eso te digo, animate a rezar, a renovar tu vínculo con el Padre.