Un sacerdote “desterrado” cuenta los abusos de Moya y el encubrimiento de la Iglesia
En una carta enviada al arzobispo de Paraná, monseñor Juan Alberto Puiggari, -a la que accedió ANALISIS– el cura Luciano Martín Porri detalla los abusos psicológicos que sufrió por parte de Marcelino Ricardo Moya y describe al cura condenado a 17 años de prisión por promoción de la corrupción de menores agravada y abuso sexual simple agravado en concurso real entre sí: “Es la persona más soberbia y sádica que he conocido en mi vida. Disfrutaba del dolor ajeno y de hacer sentir que nuestras vidas dependían de él”.
El padre Luciano Martín Porri es rosarino, pero hace 18 años se “exilió” en Roma para evadir los abusos y maltratos del cura Marcelino Moya, en tiempos en que fue rector del obispado militar argentino.
Tras enterarse que la condena a 17 años de prisión que recibió Moya por promoción de la corrupción de menores agravada y abuso sexual simple agravado en concurso real entre sí aún no está firme y que además goza de prisión domiciliaria y continúa siendo sacerdote, Porri envió –días pasados- una carta al arzobispo de Paraná, monseñor Juan Alberto Puiggari, en la que pregunta por qué no ha sido reducido del estado clerical.
En la misiva, efectúa un crudo relato de sus padecimientos siendo seminarista, bajo el acoso permanente de Moya. “Lamentablemente tenía una debilidad por los rubios y de ojos claros, y a los que teníamos esta característica nos esperaba o el paraíso o el infierno”, señala Porri.
Con gran cantidad de detalles, el relato confirma lo denunciando en junio de 2015 por la Revista ANÁLISIS, tres años después del escándalo mundial que significó la denuncia periodística contra los abusos del cura Justo José Ilarraz. Ambas investigaciones dieron inicio a las causas judiciales que terminaron condenando a ambos sacerdotes.
En la misiva enviada a Puiggari, el cura Porri sostiene que al negarse a ser secretario de Moya “empezó una vida de calvario e infierno” y revela: “En marzo de 1999, se inauguró el nuevo seminario militar en las instalaciones de Campo de Mayo. Para esa fecha Marcelino hizo echar del obispado a dos seminaristas (Luis María Berthoud y Marcelo Ingrisani) porque no eran de su agrado. El resto de los seminaristas (Pablo Guzmán, Osmar Rossi, Cesar Tauro, Marcelo Tahuil y yo) empezamos a convivir con Moya. Son innumerables los episodios de humillación, desprecio, maledicencia y abuso de autoridad vividos. Es la persona más soberbia y sádica que he conocido en mi vida. Disfrutaba del dolor ajeno y de hacer sentir que nuestras vidas dependían de él”.
“Su rabia se desencadenaba si veía que no tenía posibilidad de tener una relación sexual; a partir de ese momento empezaba una persecución psicológica y todo tipo de humillaciones”, cuenta Porri, quien además asegura que Moya “tenía delirios de grandeza”.
En su descripción, agrega que “maltrataba las mujeres y las despreciaba” y que “tenía relación con algunos cadetes del colegio para suboficiales, en su mayoría chicos de bajos recursos y del norte del país, que tenían necesidades de todo tipo y él se aprovechaba de esta situación”.
El destierro
Debido a las calamidades sufridas, el entonces seminarista Porri dejó el seminario castrense y tras de él se fueron todos los seminaristas. Cuando pidió ayuda en la Nunciatura Apostólica sólo un sacerdote le tendió una mano para que consiguiera una beca en Roma y así fue que, junto Marcelo Ingrisani y a Marcelo Tahuil fueron “desterrados” a fines de 1999. “Todos los obispos de ese momento sabían y miraron para otro lado”, lamenta hoy Porri.
“Las consecuencias del accionar de Moya y de la complicidad de los obispos involucrados, que sabiendo lo que pasaba no solo no hicieron nada sino que defendieron a Moya, nos obligó al “destierro” para poder ser sacerdotes”, asegura Porri que en su carta menciona al ex obispo de Paraná, monseñor Estanislao Esteban Karlic, y al ex obispo castrense Norberto Martina.
“Detrás de toda esta triste historia hay tanto dolor, tantas heridas, soledad, rabia, impotencia. Hemos tenido que abandonar nuestra patria, nuestra cultura, adaptarnos a todo, aprender otras lenguas. No hemos podido estar en el momento de la muerte de nuestros abuelos, en el caso de Ingrisani en la enfermedad y muerte de su padre, tampoco ver crecer nuestros sobrinos, no hubieron nunca más navidades en familia, ni cumpleaños, ni amigos de infancia. Así mismo me considero afortunado, porque todo esto es nada en comparación a los niños (hoy adultos) que fueron abusados sexualmente”, cuenta Porri.
En otro párrafo, asegura que “en 2001, estando de maniobras (Moya era también jefe del servicio militar de los capellanes de Campo de Mayo) en Mendoza” encontraron a Moya “teniendo sexo con un cadete” tras lo cual “el Ejército prohibió la entrada de Moya en todas las instalaciones militares y fue así como Monseñor Martina reenvió a Moya a Paraná”.
Reclamo
Tras enterarse de la condena a Moya, Porri se interiorizó de la batalla judicial que llevó adelante Pablo Huck junto a otras víctimas del cura Moya para lograr sentarlo en el banquillo de los acusados y que sea condenado.
“Si bien, confieso, cuando me enteré de la condena llamé a Marcelo Ingrisani y sentí que se había hecho justicia, esa justicia que nuestra Iglesia predica y que tantas veces la negamos; después sentí tristeza, porque si hay condena por estos hechos terribles, no hay victoria porque “justicia en retraso, justicia negada”, porque a estos niños nadie puede devolverle la inocencia, la pureza, ni la fe. Porque a nosotros nadie nos podrá devolver los años de destierro. Todo esto que dura mucho más de 17 años y que aún no sabemos si y cuándo terminará”, plantea Porri.
Y afirma que “leer las declaraciones de las víctimas, era como leer un poco mi historia (repito que de mí no pudo abusar, era mayor de edad y con un carácter fuerte), pero sí los abusos psíquicos, la manipulación de esta persona y el abuso de poder” y recordó “una palabra que utilizaba para llamarnos y denigrarnos: “caracha” equivalente a “porquería”.
Ante todo esto, y teniendo en cuenta que “aún no hay condena firme y por tal motivo Moya está en su casa de María Grande”, el cura compara que “en Suiza, en el 2013 fue denunciado un sacerdote, a fines de ese año fue condenado a seis años y ese mismo día llevado a la cárcel, y luego de un mes no era más sacerdote”.
Por eso, hace un llamado a Puiggari considerándolo “un apóstol que debe velar por la Iglesia” y le pregunta si Moya “aún no ha sido reducido del estado clerical” y si “aún no ha sido presentado a la Congregación para la Doctrina de la Fe el pedido de reducción”. Y se ofrece, junto al padre Marcelo Ingrisani a escribir a la Congregación para la Doctrina de la Fe contándole su experiencia con Moya.
“Si bien creo en una Iglesia que perdona, también en una Iglesia que no confunde perdón con impunidad”, finaliza Porri su misiva.
La carta completa enviada a Puiggari a la que accedió ANALISIS
S.E.R. Mons. Juan Alberto Puiggari
Su Santidad Francisco, 77
E3 1000 ACA- PARANA
Entre Rios
Argentina Biel/Bienne, 24/8/2020
Estimada Excelencia,
Soy el Padre Luciano Martin Porri, sacerdote católico que desempeño mi ministerio pastoral para la comunidad de lengua italiana en la ciudad de Biel/Bienne, en la diócesis de Basilea (Suiza). Yo he nacido y crecido en Rosario (Argentina), efectuando mis estudios primarios y secundarios en esta ciudad. Luego ingresé como seminarista en el obispado militar de Argentina (1994-1999), en ese tiempo era obispo S.E.R Mons. Martina. A fines del año 1998 el obispo nos anuncia que tendríamos un nuevo rector que venía de la ciudad de Villaguay (Entre Ríos): el sacerdote Marcelino Moya. Monseñor Martina nos cuenta a todos los seminaristas que el arzobispo de Paraná S.E.R Mons. Karlic no quería dárselo y como él insistía le puso como condición para prestar a este sacerdote a la diócesis militar que tenía que escuchar al párroco de Villaguay y si después de escuchar al párroco insistía, se lo daba bajo la total responsabilidad de él.
El obispo siguió con su relato, y nos contó que el párroco le había hablado muy mal del padre Marcelino Moya, pero que él creía que todo era producto de los celos de este párroco para con él, que hasta ese momento había sido su vicario parroquial.
Ese mismo día me encuentro con el capellán del colegio militar el P. Juan Lickay (en ese momento yo vivía en el Colegio Militar y este sacerdote se ocupaba de mí y de los otros dos seminaristas más que vivíamos ahí, Luis María Berthoud y Rodrigo Vázquez). El padre Juan Lickay me preguntó cómo estuvo el día y le conté, casi incrédulo, lo que el obispo nos había dicho. El padre Juan Lickay me comenta que él había acompañado al obispo a Villaguay y que el párroco le había dicho a Mons. Martina, escribo textual: “Desde que se cogió a los monaguillos para arriba hizo de todo!”.
El desconcierto entre nosotros era grande, pero el obispo nos decía que era todo mentira, que era la envidia del párroco.
En septiembre 1998, llegó a la casa parroquial del barrio de sub oficiales “Sargento Cabral” de Campo de Mayo el padre Marcelino Moya. Fuimos a conocerlo, y ya la primera impresión no fue buena. Lamentablemente tenía una debilidad por los rubios y de ojos claros, y a los que teníamos esta característica nos esperaba o el paraíso o el infierno. La primera cosa que me dice es que yo iba a ser su secretario y lo iba a acompañar en sus viajes.
Si bien en esa época yo era muy joven e ingenuo, me di cuenta que algo no encajaba. Llamé por teléfono al Vicario general Mons. Guillot y le dije que me había dicho que sería el secretario de él, y que quería que lo acompañara a Mendoza el fin de semana siguiente. El Vicario general me respondió que yo era un seminarista y no era el secretario de nadie, que estaba ahí para estudiar. Le di esta respuesta al padre Marcelino Moya, el cual me respondió: “No te diste cuenta todavía quien tiene acá la vaca atada al palo”.
Desde ese momento en adelante empezó una vida de calvario e infierno para mí y luego para el resto de los seminaristas. En marzo de 1999, se inauguró el nuevo seminario militar en las instalaciones de Campo de Mayo. Para esa fecha Marcelino hizo echar del obispado a dos seminaristas (Luis Maria Berthoud y Marcelo Ingrisani) porque no eran de su agrado. El resto de los seminaristas (Pablo Guzmán, Osmar Rossi, Cesar Tauro, Marcelo Tahuil y yo) empezamos a convivir con Moya. Son innumerables los episodios de humillación, desprecio, maledicencia y abuso de autoridad vividos. Es la persona más soberbia y sádica que he conocido en mi vida. Disfrutaba del dolor ajeno y de hacer sentir que nuestras vidas dependían de él.
Su rabia se desencadenaba si veía que no tenía posibilidad de tener una relación sexual; a partir de ese momento empezaba una persecución psicológica y todo tipo de humillaciones.
Tenía delirios de grandeza, como por ejemplo, se iba a María Grande (Entre Ríos) en remis desde Campo de Mayo (Bs. As.); y se jactaba que él no viajaba en bus como el común de la gente.
Esto sucedía también en la parroquia del barrio Sargento Cabral, donde él era párroco. Allí vivían tres religiosas (Suor Otillia, Suor Alejandra y la superiora Suor Lourdes de la congregación Franciscanas Hijas de la Misericordia). Un día me cuenta Suor Lourdes que este sacerdote tenía algo extraño, maltrataba las mujeres y las despreciaba; en cambio, si un hombre le pedía confesarse saltaba los bancos de la iglesia.
Tenía también una relación con algunos cadetes del colegio para suboficiales “General Lemos”. Estos chicos en su gran mayoría de bajos recursos y del norte del país, tenían necesidades de todo tipo y él se aprovechaba de esta situación.
Para el mes de agosto de 1999, la situación en el seminario castrense era insostenible. No dirigía la palabra con ninguno de los seminaristas, no nos celebraba la misa y no comía con nosotros. Teníamos que llevarle la comida a su habitación y lo teníamos que tratar como un rey.
En el mes de octubre fuimos todos los seminaristas a hablar con el obispo, Mons. Martina el cual nos garantizó que lo iba a sacar de rector. En los primeros días de diciembre el cocinero del obispo me contó que Moya continuaría siendo nuestro rector. Moya se sentía triunfante, y preparado para más maldad. No tenía escrúpulos en inventar historias, calumniar y destruir las personas.
Yo no estaba dispuesto a continuar soportando todo lo vivido y me fui del seminario un viernes por la mañana. El lunes siguiente el resto de los seminaristas (excepto Osmar Rossi) también se fueron del seminario.
Después, fui a la Nunciatura Apostólica, y en ese lugar encontré a Mons. Nicola Girasoli. Él nos ayudó a Marcelo Ingrisani y a mí, a conseguir un obispo en Europa y la beca en Roma para terminar los estudios. Luego se agregó a nosotros Marcelo Tahuil. Fue la única persona que nos creyó e hizo algo para ayudarnos. Todos los obispos de ese momento sabían y miraron para otro lado.
Cuando nosotros ya estábamos en Roma, más precisamente en los inicios del 2001, Moya se fue de maniobras (era también jefe del servicio militar de los capellanes de Campo de Mayo). Las maniobras como viene llamado en el ambiente militar, son las salidas a campo abierto para ejercitarse en el arte militar. Esta vez era en Mendoza y Moya buscó a “su cadete”. Los encontraron teniendo sexo y por tal motivo al cadete lo echaron y el Ejército prohibió la entrada de Moya en todas las instalaciones militares. Fue así como Mons. Martina renvió a Moya a Paraná.
La Nunciatura Apostólica envió una carta a Mons. Martina para cerrar definitivamente el seminario castrense, e invitándolo a renunciar. En julio Mons. Martina murió.
Marcelo Ingrisani y yo fuimos ordenados sacerdotes en el 2002, Marcelo Tahuil en el 2005.
Las consecuencias del accionar de Moya, y me permita, de la complicidad de los obispos involucrados, que sabiendo lo que pasaba no solo no hicieron nada sino que defendieron a Moya, nos obligó al “destierro” para poder ser sacerdotes.
Detrás de toda esta triste historia hay tanto dolor, tantas heridas, soledad, rabia, impotencia. Hemos tenido que abandonar nuestra patria, nuestra cultura, adaptarnos a todo, aprender otras lenguas. No hemos podido estar en el momento de la muerte de nuestros abuelos, en el caso de Ingrisani en la enfermedad y muerte de su padre, tampoco ver crecer nuestros sobrinos, no hubieron nunca más navidades en familia, ni cumpleaños, ni amigos de infancia. Así mismo me considero afortunado, porque todo esto es nada en comparación a los niños (hoy adultos) que fueron abusados sexualmente.
Hace pocos meses me entero por mi mamá que Moya fue condenado a 17 años de prisión por la denuncia que hizo uno de esos monaguillos que tantos años atrás el párroco de Villaguay había dicho al obispo Martina y este había liquidado como una reacción de “envidia”. Empecé a buscar en internet y a leer. Ahora la historia de estos niños monaguillos era definitivamente verdad, tenían nombre, una cara, una historia y una vida muy difícil y una infancia- adolescencia destruida.
Si bien, confieso, cuando me enteré de la condena llamé a Marcelo Ingrisani y sentí que se había hecho justicia, esa justicia que nuestra Iglesia predica y que tantas veces la negamos; después sentí tristeza, porque si hay condena por estos hechos terribles, no hay victoria porque “justicia en retraso, justicia negada”, porque a estos niños nadie puede devolverle la inocencia, la pureza, ni la fe. Porque a nosotros nadie nos podrá devolver los años de destierro. Todo esto que dura mucho más de 17 años y que aún no sabemos si y cuándo terminará.
Empecé a leer las declaraciones de las víctimas, y era como leer un poco mi historia (repito que de mí no pudo abusar, era mayor de edad y con un carácter fuerte), pero si los abusos psíquicos, la manipulación de esta persona y el abuso de poder. Recuerdo una palabra que utilizaba para llamarnos y denigrarnos: “caracha” equivalente a “porquería”.
Hace poco junté coraje y contacté al Señor Pablo Huck, el cual me atendió con mucho respeto y pudimos hablar mucho. Mi intención era contactarlo para pedirle perdón. Increíblemente no tuve valor, porque creo que no basta pedir perdón, hay que acompañar y ponernos en primera fila en la lucha contra estos pervertidos y delincuentes. La conversación terminó curiosamente siendo él quien que me confortara.
Después de esa conversación, que tuvo lugar dos semanas atrás, no he dejado de pensar en todo esto. Sobre todo, porque el Señor Pablo Huck, me comentó que aún no hay condena firme y por tal motivo Moya está en su casa de María Grande (esto es parte de nuestra triste justicia Argentina; aquí en Suiza, en el 2013 fue denunciado un sacerdote, a fines de ese año fue condenado a seis años y ese mismo día llevado a la cárcel, y luego de un mes no era más sacerdote); pero lo peor aún es que sigue siendo sacerdote.
Me dirijo a Usted que es un apóstol y debe velar por la Iglesia para preguntarle: Aun no ha sido reducido del estado clerical? Aún no ha sido presentado a la Congregación para la doctrina de la Fe el pedido de reducción?. En pocos días Marcelo Ingrisani y yo cumplimos 18 años de sacerdocio, y si bien creo en una Iglesia que perdona, también en una Iglesia que no confunde perdón con impunidad. Le ruego, le imploro de darme una respuesta y sobre todo si la Congregación para la doctrina de la fe aún no ha dado respuesta. Yo puedo escribir a la congregación y el padre Marcelo Ingrisani está dispuesto a escribir junto conmigo.
Lamento profundamente haberme alargado tanto, pero como comprenderá el argumento amerita.
A la espera de su respuesta, la saludo atte.
En la fiesta de San Bartolomeo, apóstol;
Pbr. Dr. Luciano Martin Porri.
Direttore MCLI
ANALISIS.COM