El delta arde: estiman que hay unas 200 mil hectáreas bajo cenizas
«El río se prende fuego», pensó por un momento el hombre cuando se acercó a la costa ahogado por el humo. Alrededor de su casa las llamas habían alcanzado las copas de los árboles y, por primera vez, pudo ver cómo la madera estallaba en miles de chispas y las cenizas encendidas volaban hasta la otra orilla del riacho de Boca de la Milonga. El mareo, el calor, el humo, el vapor de agua completaban el oxímoron: el agua ardía.
La semana pasada, los incendios que desde el verano castigan al delta del Paraná se acercaron hacia sus zonas más pobladas. Según calculan desde la agrupación El Paraná no se Toca, el área afectada por las llamas alcanzó alrededor de 200 mil hectáreas, unas once veces la ciudad de Rosario. Bajo fuego quedó una décima parte de los humedales alcanzados por la protección del plan para la conservación del delta (Piecas), estimado en 17.500 kilómetros cuadrados.
«Es difícil encontrar cifras confiables sobre el total del área quemada en el delta. Tenemos un cálculo bastante conservador establecido a partir de la cantidad de focos de calor detectados desde principio de año«, explica Jorge Bártoli, referente del grupo ambientalista que desde hace años exige una solución a las tensiones ambientales generadas en las islas.
Sobre lo que no queda lugar a dudas es que por donde pasan las llamas dejan tierra arrasada. «Las pérdidas en cuanto a biodiversidad son casi totales. Algunas especies podrán escapar del fuego para desplazarse a otras áreas, pero recuperar lo consumido por las llamas llevará años», apunta.
Recorrer la zona del arroyo de la Milonga o de Isla Deseada pone imágenes a esa sentencia: hay ranchos convertidos en virutas de chapas retorcidas, colmenas hechas carbón y cenizas, árboles secos que siguen de pie y, por todos lados, una tupida y mullida capa gris de cenizas que cubre el suelo.
El estupor y la bronca
La Boca de la Milonga tomó su nombre por el boliche que durante muchos años hizo bailar a quienes viven en la isla. Fabián Verón llegó al lugar hace 40 años, cuando el bar con piso de tierra ya no estaba. Allí construyó su casa, sobre pilotes y a la vera del arroyo, allí conoció a su mujer, hizo pareja y crió hijos. El sábado 22 de agosto estuvo a punto de perderlo todo. El fuego rodeó el patio de la vivienda y siguió de largo. «Nunca habíamos visto algo así, estaba todo tapado de humo. Por suerte tenemos el ranchito que no se nos quemó, con la lucha que cuesta hacer una casita para estar acá», se queja cuatro días después mientras agradece a la «cantidad de muchachos» que se acercaron para ayudarlo.
Ese sábado a la tarde Verón estaba «siesteando» cuando su mujer y su sobrina lo despertaron diciéndole que el fuego estaba en el monte de atrás de la casa, que el cambio de la dirección del viento había empujado rápidamente las llamas que esa misma noche habían visto muchos kilómetros al norte. Cuando salió de su casa, el humo no le permitía ver más de dos metros alrededor.
Rápidamente subió a las mujeres a una lancha y las alejó de la casa. Después, con una motobomba empezó a mojar la vivienda. «Había que estar para ver lo que era eso. Si me cuentan lo que viví ese sábado, no lo creo», afirma varias veces mientras relata la lucha a brazo partido con el fuego.
El arribo de decena de voluntarios «llegados de quién sabe dónde», dice, fue fundamental para rescatar su casa. Su vecino de enfrente, riacho de por medio, no tuvo la misma suerte. El fuego consumió su vivienda, con todo lo que había adentro. También unas quince colmenas que tenía por el monte quedaron arruinadas. De nada sirve volver a montarlas, dice Verón, en el terreno ya no hay flores que puedan alimentar a las abejas. Los aromitos, con sus dulces pompones amarillos, no florecerán esta primavera.
El fuego también acabó con los matorrales de paja, de los cuales los isleños obtienen materia prima para armar los quinchos y sombrillas que cada verano les garantizan mejores ingresos. «No nos dejó nada, apenas leña para el invierno», señalan.
Lagunas de tierra seca
La mayoría de las viviendas de la isla están construidas sobre pilotes. Los isleños conviven desde hace tiempo con las crecidas del Paraná. Ahora también se están acostumbrando a lidiar con las sequías y con el fuego. La bajante de este 2020 es una de las más pronunciadas de los últimos 50 años, el nivel del río es tan bajo que los riachos y lagunas naturales de las islas, que habitualmente actúan de cortafuegos, se secaron. El calor anticipado y la falta de lluvias hicieron en resto: los incendios de este año también alcanzaron cifras históricas. Las versiones sobre cuál fue la primera chispa son muchas, en lo que todas coinciden es en la necesidad de acordar políticas para proteger esos territorios, ordenar las actividades productivas y controlar la actividad de los turistas.
De acuerdo al monitoreo de incendios que lleva adelante el Museo de Ciencias Naturales Antonio Scasso, en lo que va del año ya se registraron 24 mil focos de fuego en la zona del delta. Agosto fue, lejos, el mes donde se produjeron más incendios. La base de datos del museo guarda estadísticas desde 2012, pero el 2020 supera con creces todos esos promedios. El cálculo de la superficie afectada este año también supera los estragos causados por las quemas de 2008, cuando por primera vez el tema se convirtió en noticia nacional, cuando el humo no sólo llegó a Rosario, sino también a la Ciudad de Buenos Aires y varias localidades de la provincia.
«En la isla estamos acostumbrados a convivir con el agua. El río sube de a poco, avisa unos quince días antes, uno alcanza a poner a salvo sus cosas y Prefectura tiene un plan de evacuación. Pero, según sople el viento, el fuego puede llegar casi de imprevisto. Las consecuencias son catastróficas», dice Jorge Heter, un porteño que desde hace 12 años eligió vivir en Isla Deseada.
Cuando empezó a levantar su rancho, al fondo estaban el monte y la laguna, ahora sólo queda una gran planicie de vegetación quemada desde donde se ve la cabina de peaje de la ruta a Victoria. Jorge cría caballos, cuando las llamas alcanzaron gran parte de Isla Deseada, los animales escaparon buscando el río. Las vacas, los carpinchos, las nutrias, todos los animales, explica, salieron buscando el agua. Ahora, dice, seguro estarán en un lugar donde encuentren pasto para comer.
Sus vecinos, cuando vieron llegar el fuego encerraron perros y gatos adentro de la casa. Las llamas rodearon la construcción, que se salvó a fuerza de mantenerla mojada a puro baldazo, durante horas. Las llamas siguieron camino hacia el monte y dejaron la construcción intacta. Pero tres días después de ese fatal domingo, sus dueños todavía recorren el campo de cenizas que dejó el fuego: hay sectores de donde todavía sale humo y de noche lucen peligrosamente rojos.
Mal señalados
Brian Almada y García camina con las manos cruzadas detrás de la espalda, los ojos clavados en el suelo debajo de la boina, pañuelo al cuello, pantalón de campo y cuchillo en la cintura. Tiene 26 años y continúa la tradición de su familia, «isleros de toda la vida».
Los Almada y García crían una cruza propia de vacas y también algunas Hereford. Unos enormes animales completamente negros que vagan entre las cenizas buscando algo qué comer. «A nosotros las quemas nos afectan mucho porque los animales se han quedado sin comida», afirma el muchacho y se queja de que los criadores de ganado hayan estado «muy mal señalados» desde que se iniciaron los incendios.
La quema controlada para el rebrote de pastos para la ganadería es una práctica histórica en la isla. Sin embargo, dice, «nunca se hacen antes del fin del invierno, porque nos quedamos sin darle qué comer a nuestros animales. Ahora todos tenemos que salir a comprar fardos de pasto porque lamentablemente no quedó nada».
Brian advierte que «recién estamos saliendo del invierno, con los animales flacos y necesitamos las pasturas. ¿Cómo vamos a prender fuego si sabemos que pueden peligrar nuestras casas?», se pregunta mientras se aleja por el campo, el mismo que sus animales recorren buscando verde.