pobreza hambre Brasil

Pamela dos Santos Pereira, una madre de 33 años con seis hijos, en la entrada de su casa cargando a su bebé de un mes Joao, junto a Debora, de cuatro años, en el centro, e Issac, de 6 años, a la izquierda, en Brasiliandia, uno de los vecindarios más pobres de Sao Paulo, en Brasil, el jueves 29 de septiembre de 2022 (AP)

 Luiz Inácio Lula da Silva

El hambre no es una condición natural de la humanidad ni una tragedia inevitable, sino el resultado de las decisiones de los gobiernos y los sistemas económicos que han optado por ignorar las desigualdades. O incluso por promoverlas.

El mismo orden económico que niega a 673 millones de personas el acceso a una alimentación adecuada permite que un selecto grupo de 3.000 multimillonarios controle el 14,6 % del PIB global.

En 2024, las naciones más ricas contribuyeron a impulsar el mayor aumento de los gastos militares desde el fin de la Guerra Fría, que ascendieron a 2,7 billones de dólares ese año. Sin embargo, no cumplieron el compromiso que habían asumido de destinar el 0,7 % de su PIB en acciones concretas para promover el desarrollo en los países más pobres.

En la actualidad, vemos situaciones similares a las de hace 80 años, cuando se creó la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Sin embargo, a diferencia de aquella época, ahora no solo tenemos las tragedias de la guerra y el hambre que se retroalimentan, sino también la urgente crisis climática. El acuerdo entre las naciones creado para resolver los desafíos de 1945 ya no responde a los problemas actuales.

Es necesario reformar los mecanismos globales de gobernanza. Debemos fortalecer el multilateralismo, crear flujos de inversión que promuevan el desarrollo sostenible y garantizar que los Estados tengan la capacidad de implementar políticas públicas coherentes para combatir el hambre y la pobreza.

Es fundamental incluir a los pobres en el presupuesto público y a los más ricos en el impuesto de la renta. Esto implica justicia fiscal y tributación de los superricos, un tema que logramos incluir por primera vez en la declaración final de la cumbre del G20 en noviembre de 2024, bajo la presidencia brasileña. Un cambio simbólico, pero histórico.

Defendemos esta práctica en todo el mundo y la hemos adoptado en Brasil. El Congreso brasileño está a punto de aprobar una reforma fiscal sustancial: por primera vez en el país, se aplicará un impuesto mínimo sobre la renta de las personas más ricas, y se eximirá del impuesto a millones de personas con salarios más bajos.

Además, al frente del G20, Brasil propuso la creación de la Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza. Aunque es una iniciativa reciente, ya cuenta con 200 miembros: 103 países y 97 asociados, entre los que se encuentran fundaciones y organizaciones. No se trata solo de intercambiar experiencias, sino también de movilizar recursos y exigir compromisos.

Con la Alianza, queremos que los países tengan las capacidades necesarias para aplicar políticas que reduzcan eficazmente la desigualdad y garanticen el derecho a una alimentación adecuada. Políticas que den resultados rápidos, como los registrados en Brasil después de que, en 2023, eleváramos la lucha contra el hambre a la categoría de prioridad gubernamental.

Los datos oficiales publicados hace unos días muestran que hemos sacado del hambre a 26,5 millones de brasileños desde principios de 2023. Además, Brasil ha salido por segunda vez del Mapa del Hambre de la FAO en su informe sobre la inseguridad alimentaria en el mundo. Un mapa del que no habríamos vuelto si no se hubieran abandonado las políticas que se iniciaron en mis primeros gobiernos (2003-2010) y en el de la Presidenta Dilma Rousseff (2011-2016).

Este logro es el resultado de acciones coordinadas en varios frentes. Hemos mejorado y ampliado nuestro principal mecanismo de transferencia de renta, que ahora llega a 20 millones de hogares, prestando especial atención a 8,5 millones de niños menores de 6 años.

También hemos ampliado los recursos destinados a la alimentación gratuita en las escuelas públicas, lo que beneficia a 40 millones de estudiantes. Gracias a la compra pública de alimentos, garantizamos ingresos a las familias de pequeños agricultores y distribuimos comida gratuita y de calidad a quienes realmente la necesitan. Además, hemos aumentado el suministro gratuito de gas para cocinar y electricidad a las personas con menos ingresos, lo que les permite destinar parte de su presupuesto a reforzar su seguridad alimentaria.

Sin embargo, ninguna de estas políticas puede sostenerse sin un entorno económico que la impulse. Cuando hay empleo e ingresos, el hambre se reduce. Por eso, adoptamos una política económica que priorizó el aumento de los salarios y nos llevó al índice de desempleo más bajo jamás registrado en Brasil. También conseguimos el índice más bajo de desigualdad de ingresos familiares per cápita.

Brasil aún tiene mucho camino por recorrer para garantizar la seguridad alimentaria de toda su población, pero estos resultados demuestran que la acción del Estado puede acabar con el flagelo del hambre. No obstante, para que estas iniciativas tengan éxito, es necesario cambiar las prioridades mundiales: invertir en desarrollo en lugar de en guerras, dar prioridad a la lucha contra la desigualdad en lugar de a las políticas económicas restrictivas que durante décadas han provocado una enorme concentración de la riqueza y afrontar el reto del cambio climático situando a las personas en el centro de nuestras preocupaciones.

Al ser sede de la COP30 en la Amazonia el próximo mes, Brasil quiere demostrar que la lucha contra el cambio climático debe ir de la mano de la lucha contra el hambre y la pobreza. En Belém, queremos adoptar una Declaración sobre el Hambre, la Pobreza y el Clima que reconozca los impactos profundamente desiguales del cambio climático y su papel en el agravamiento del hambre en ciertas regiones del mundo.

También llevaré estos mensajes al Foro Mundial de la Alimentación y a la reunión del Consejo de Campeones de la Alianza Global contra el Hambre, eventos en los que tendré el honor de participar hoy, día 13, en Roma. Mensajes que muestran que los cambios son urgentes, pero también posibles. Porque la humanidad, que ha creado el veneno del hambre contra sí misma, también es capaz de producir su antídoto.