Abusos sexuales en la Iglesia argentina: hubo por lo menos 63 denuncias en los últimos 20 años
El Papa Francisco reza frente a una vela que representa a las víctimas de abuso por parte de miembros de la Iglesia, en la catedral de St. Mary´s en Dublín, Irlanda.
Justo José Ilarraz, fue llevado a la Justicia luego de la investigación periodística de la Revista ANÁLISIS. Está condenado en primera instancia.
Juan de Dios Escobar Gaviría está condenado a 25 años de prisión y ahora afronta su segundo juicio por delitos de abusos contra menores.
El sacerdote Marcelino Moya también fue condenado en primera instancia a 17 años de cárcel por delito contra menores.
Durante muchos años, para poder dormir, Pablo Huck dejaba la radio encendida debajo de su almohada. Era uno de los mecanismos, junto con el alcohol, que utilizaba para apagar los pensamientos de furia y destrucción que lo acosaban de día y de noche. En 1993 y 1994, cuando tenía 14 años y era monaguillo de la Iglesia Santa Rosa de Lima, en Villaguay, Entre Ríos, el sacerdote Marcelino Moya abusó de él en su habitación. “Es como un zarpazo que te arrastra la inocencia”, dice Pablo, que hoy tiene 40 años. Después de una larga lucha, el 5 de abril de este año Moya fue condenado a 17 años de prisión. Desde ayer, los obispos argentinos, como los de todo el mundo, tienen sobre su escritorio un flamante protocolo para actuar en casos como el de Moya. Se trata de una iniciativa histórica del Papa Francisco para intentar combatir la crisis por abusos sexuales que se ha convertido en el mayor desafío de su pontificado. A partir de ahora, el encubrimiento se equiparará al abuso.
En las últimas dos décadas se conocieron decenas de casos similares. Sin embargo, es imposible establecer con certeza la dimensión del problema. ¿Cuántos Moya hay en la Argentina? Y, sobre todo, ¿cuántos Pablo? Nadie lo sabe. A diferencia de lo que ocurrió en varios países, como Estados Unidos, Chile, Irlanda, Australia o Alemania, en la Argentina nunca hubo una investigación oficial. No la hizo la Justicia y tampoco la Iglesia.
Por el contrario, la Iglesia argentina ocultó durante años a sus sacerdotes y religiosos acusados de abuso sexual. Según admite la propia Iglesia, el mecanismo implementado para este encubrimiento fueron, en muchos casos, los traslados: al enterarse de la denuncia contra alguno de los curas o religiosos en su diócesis, era una práctica habitual que los obispos los enviasen a otra jurisdicción sin alertar sobre la acusación detrás de ese movimiento. Así se deduce del análisis de documentos y fuentes judiciales y eclesiásticas realizado por el diario La Nación.
La investigación reveló que en los últimos 20 años se comprobaron un total de 63 denuncias fundadas. En por lo menos 19 de esos casos, la Iglesia trasladó al acusado a otro destino. De cinco de esos curas o religiosos hay denuncias de abusos en más de un lugar.
“La práctica (de los traslados de religiosos acusados) ha sido habitual, no solamente aquí sino en todos lados. Eso está reconocido en los países donde se han hecho las investigaciones más profundas, como Estados Unidos o Alemania”, admite, en una entrevista con La Nación, Sergio Buenanueva, obispo de San Francisco, Córdoba, y coordinador del Consejo Pastoral de Protección de Menores y Adultos Vulnerables de la Conferencia Episcopal Argentina.
Buenanueva es el máximo responsable de lidiar con el problema dentro de la Iglesia. “(La de los abusos) es una de las crisis más graves que tiene la Iglesia en los últimos tiempos”, dice. También lo admite el Papa. “Es necesario cambiar la mentalidad para combatir la actitud defensiva-reaccionaria de salvaguardar a la Iglesia”, dijo hace tres meses.
Los casos
La lista de los 63 denunciados incluye 17 casos con condena judicial, 22 con proceso judicial en marcha y 24 no judicializados, pero con denuncias consistentes en su contra (en cuatro de ellos hubo un proceso que quedó trunco). Además, la Iglesia misma admitió la culpa o sancionó a los involucrados en por lo menos 23 de esos casos. En 12, les quitó el estado clerical, la máxima pena que aplica la institución.
Sin embargo, el número de casos sin denunciar es mucho mayor. “Yo no sé si hay más; seguramente no hay menos”, admite Buenanueva, al ser consultado por los 63 casos.
La investigación fue realizada por un equipo de La Nación que trabajó durante un año. Se consultaron juzgados, abogados defensores y querellantes, obispados, fuentes eclesiásticas y judiciales y asociaciones de víctimas. También hubo entrevistas con víctimas y con victimarios. La mayoría solo dijo que era inocente. Uno de ellos accedió a contestar mensajes por WhatsApp.
En todos los ámbitos
Las denuncias de abusos incluyen situaciones ocurridas en seminarios, hogares de niños, colegios pupilos, escuelas, campamentos y parroquias. La mayoría de los victimarios son curas o religiosos, pero también hay tres monjas acusadas. Las víctimas más chicas tenían tres años de edad.
El sacerdote Tulio Mattiussi, por ejemplo, está procesado por el supuesto abuso de cuatro chicos de entre 3 y 5 años en el jardín Belén, en San Pedro, provincia de Buenos Aires. Néstor Monzón, que era sacerdote de la Parroquia María Madre de Dios, del barrio de San Jerónimo de Reconquista, Santa Fe, espera el juicio por abuso sexual gravemente ultrajante de dos niños de tres años.
Luego de dar misa en la Iglesia San Lucas Evangelista, de Nogoyá, Corrientes, Juan Diego Escobar Gaviria invitaba a los chicos del pueblo a dormir en el living de su casa. Durante la noche, alumbraba a alguno con una linterna. Era la señal para que el niño entrara a su cuarto, donde abusaba de él. Así consta en la sentencia que lo condenó a 25 años de prisión.
La lista es extensa, pero el problema trasciende el escozor provocado ante cada nueva revelación y apunta a falencias estructurales en el mecanismo de control y funcionamiento de la institución.
El Próvolo
El del Instituto Próvolo -en cuyas sedes de Mendoza, La Plata y Verona (Italia) la Justicia investiga una red de sacerdotes que abusaba de niños sordomudos y carenciados- es uno de los casos más contundentes de cómo funcionaba la política de traslados. En el Próvolo también se potencian el resto de las características del sistema habitual de abuso y ocultamiento: selección de víctimas indefensas (en este caso, incluso imposibilitadas de hablar para denunciar lo que les hacían) y advertencias obviadas por las autoridades eclesiásticas.
Nicola Corradi es uno de los curas acusados. Está con prisión domiciliaria y a la espera del juicio. El sacerdote estuvo hasta 1969 en el Próvolo de Verona. Allí se registraron las primeras denuncias de abusos. “Había que elegir, ‘a tu casa’ o ‘a América’“, dice Eligio Piccoli, otro de los curas acusados, en una cámara oculta del sitio italiano Fanpage.it. Piccoli fue confinado a una vida de plegarias. Corradi, en cambio, cruzó el océano.
Según consta en la causa, llegó a la Argentina el 31 de enero de 1970. Estuvo en la sede del instituto de La Plata, donde se lo investiga por denuncias de abuso, hasta marzo de 1997. En esa fecha fue trasladado a la flamante sede Mendoza del Próvolo, donde fue su director. También está acusado de abusos allí.
Por medio de lenguaje de señas, Daniel Sgardelis, la primera víctima del Próvolo que se presentó a la Justicia en La Plata, narra su historia en un video que envió a La Nación. “Ingresé a los seis años y a los nueve comenzaron a abusar de mí -dice mientras gesticula con todo su cuerpo intentando transmitir el drama que atravesó-. Después les conté a mis padres acerca del abuso. Quedaron shockeados y desconcertados. Llamaron a la escuela para hablar con el cura (Corradi). Él les dijo que yo estaba mal de la cabeza, que tenía un retraso. Mi padre, sin dudarlo, le creyó, ¡y no le creyó a su propio hijo! Yo me sentí muy angustiado y frustrado. Intenté suicidarme cinco veces de diferentes maneras porque me sentía muy mal”.
Según Alberto Bochatey, arzobispo auxiliar de La Plata y vocero de la Iglesia en el caso Próvolo, “se recibía a los curas que venían de otros países sin hacer demasiada historia; hoy en día se piden informes”. Como justificación, dice que los traslados formaban parte de la cultura de la sociedad. “En los años 50, cuando había un problema familiar, se mandaba al que causaba el problema al campo. Esa era la manera de manejarse, no era solo la Iglesia”, argumenta.
El fiscal Gustavo Stroppiana, que lleva adelante la causa en el Próvolo de Mendoza, acusa a la Iglesia por la “sistematicidad de los traslados” que aparecen en el expediente. También pone en duda la vocación esclarecedora de la institución. “(En la investigación) no tuvimos colaboración por parte de la Iglesia. Se presentaron dos enviados del Vaticano, tuvimos dos charlas, mandamos un oficio pidiendo información, pero nunca nos contestaron”, dice.
En la Justicia de La Plata hay ocho denuncias, pero la fiscalía cree que hubo más damnificados. “Todos [las víctimas] nombran a otros compañeros que sufrieron la misma suerte, pero la gran mayoría no se anima a denunciar. Estoy segura de que las denuncias que analizamos en la Justicia representan una ínfima parte del total de víctimas”, dice Cecilia Corfield, la fiscal que investiga los casos vinculados a la sede de esa ciudad.
Otro caso revelador del sistema de traslados es el del sacerdote Gustavo Oscar Zanchetta. El Papa lo designó asesor de la APSA, la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica. Zanchetta está en el Vaticano desde julio de 2017, cuando renunció como obispo de Orán, en Salta. Alegó motivos de salud, pero ya entonces estaba siendo investigado por abusos sexuales. En una entrevista con el canal mexicano Televisa difundida el último martes, Francisco se defendió de las acusaciones de encubrimiento. “Hará 15 días pasé (el caso de Zanchetta) a la Congregación de la Doctrina de la Fe, (donde) están haciendo el juicio”, dijo.
Movimientos como los de Corradi y Zanchetta fueron habituales dentro de la Iglesia. “Hay un sistema enfermo en la Iglesia que encubría, o no favorecía, que los abusos salieran a la luz y se terminaba favoreciendo al victimario”, dice Buenanueva. La política de traslados era la praxis pastoral para las denuncias de abuso, explica Fernando Miguens, sacerdote y teólogo, instructor del seminario San Miguel y uno de los integrantes del Grupo Jeremías, que se formó para intentar abordar el problema.
Explicaciones
A la hora de buscar explicaciones sobre las cifras de abusos en la Iglesia, Miguens y Buenanueva encuentran en el celibato uno de los orígenes de la crisis. “El celibato en sí mismo no es causa de que un adulto se convierta en un depredador sexual, pero sí es un importante factor de riesgo”, dice Buenanueva.
El papa Francisco tiene otra posición. “Que el celibato traiga como consecuencia la pedofilia está descartado. Más del 70 por ciento de los casos de pedofilia se dan en el entorno familiar y vecinal”, expresó en el libro Sobre el cielo y la Tierra. Allí también dice que nunca recibió una denuncia en sus tiempos de arzobispo de Buenos Aires. “Esa solución -dice sobre los traslados- creo que se propuso alguna vez en Estados Unidos: cambiar a los curas de parroquia. Eso es una estupidez porque, de esa manera, el cura se lleva el problema en la mochila”.
Dentro de la Iglesia argentina hay un movimiento contra las viejas prácticas de ocultamiento, que muchas veces choca contra la oposición de algunos grupos que se resisten a la apertura. Mientras tanto, la institución hace control de daños ante cada nueva revelación, pero hasta ahora no se ha puesto al frente de las investigaciones, ni ha revelado la dimensión del problema. Sí hay intentos de establecer sistemas de denuncia para el futuro.
En febrero de este año, el papa Francisco reunió a los presidentes de las 114 conferencias episcopales de todo el mundo en una cumbre en el Vaticano destinada a combatir los abusos. Con el decreto que entró en vigor ayer fue más allá: estableció un protocolo para las denuncias y ordenó a las diócesis contar para junio de 2020 con un sistema accesible al público para recibir informes de abusos. Es decir, por primera vez se obliga a todos los religiosos a denunciar inmediatamente los casos de abusos, acosos e incluso los de encubrimiento anteriores. Es parte de la política de “tolerancia cero” del Pontífice, que también enfrenta críticas de los que descreen del compromiso real de la Iglesia para cambiar sus prácticas.
Pese a que admite la gravedad de la situación y que dice estar trabajando en medidas para solucionarla, la Iglesia argentina no tiene un registro de los casos de abusos que involucran a sus miembros. “Nosotros no hemos podido hacer un registro”, dice Buenanueva. “Creo que vamos en esa dirección, como lo han hecho otros episcopados”, reconoce. Al ser consultados para la investigación de La Nación, algunas diócesis mostraron su colaboración. Otras no respondieron.
Crisis global
La Argentina no es un caso aislado. El de los abusos es un problema global. La crisis se hizo pública a partir de 2002, cuando The Boston Globe publicó la investigación Spotlight sobre casos ocurridos en Estados Unidos.
El proceso canónico de la Iglesia establece que el obispo es el encargado de la investigación preliminar. Si concluye que es veraz, envía el caso al Vaticano. La Congregación para la Doctrina de la Fe es el organismo encargado de seguir la denuncia y lo hace en silencio, siguiendo sus propios procedimientos. Sin darle intervención a la Justicia ordinaria. Según muchas de las víctimas que atravesaron este proceso, el objetivo es evitar un escándalo que dañe, aún más, a la institución.
La organización descentralizada de la Iglesia es uno de los factores que dificultan las investigaciones. Aunque tienen algunas instancias de coordinación nacionales, los obispos son autónomos. Dependen del Papa de manera directa. A eso se le suman las órdenes religiosas, que tienen un organigrama independiente. Más allá de estas dificultades, las nuevas recomendaciones del Vaticano establecen que, además de impulsar los juicios canónicos, los obispos deben acompañar a las víctimas y alentar las investigaciones en la Justicia. No siempre ocurre.
La posición de Francisco ha sido puesta en duda. Tuvo que pedir disculpas luego de respaldar a un obispo chileno, Juan Barros, acusado de encubrir los abusos del sacerdote Fernando Karadima, expulsado del ministerio. Las víctimas italianas del Próvolo le enviaron cartas certificadas y hasta le entregaron una en mano, en las que le explicaban que sus abusadores estaban en las sedes argentinas del instituto. Lo acusan de no haber hecho nada al respecto.
Tanto en la Argentina como en el resto del mundo, la propia naturaleza de los abusos dificulta la judicialización. Al ser en muchos casos menores, las víctimas suelen callarlos. Recién logran denunciarlos años después, cuando las causas prescribieron o es muy difícil recabar pruebas. En 2018, se modificó la ley argentina para que, en el caso de los menores, el plazo de prescripción comience a computarse a partir de que la víctima cumple la mayoría de edad.
La Iglesia muchas veces conspira para evitar que los casos trasciendan: trabaja para mantener el secreto. En abril de este año se difundió una carta del arzobispado de Mendoza que deja en evidencia cómo se buscaba “evitar la judicialización” de una investigación de abusos que habrían sido cometidos por dos monjes.
Los mecanismos de silenciamiento incluyen acuerdos legales. Entre 1989 y 1990, cuando tenía 13 años, Sebastián Cuattromo fue abusado en su colegio, el Marianista de Caballito, por Fernando Enrique Picciochi, docente y hermano marianista. Diez años después, presentó una demanda civil contra el colegio y, junto con otra víctima, firmó un acuerdo de mediación en el que se pactó el resarcimiento económico. El inciso octavo del acuerdo estableció un pacto de confidencialidad que Cuattromo luego denunció por inmoral.
Según la víctima, entre junio y agosto de 2002 se presentó en la sede del arzobispado de Buenos Aires para hablar con Jorge Bergoglio, que estaba al frente. “Quería conocer la postura que tomaban ellos. Si avalaban o desautorizaban [el intento del colegio marianista de] silenciar a víctimas de abuso sexual”, explica. Cuattromo dice que lo derivaron con Mario Poli, entonces obispo auxiliar de Buenos Aires, y que tuvieron varias reuniones. Al final, sigue Cuattromo, Poli le dijo que la Iglesia avalaba la cláusula de confidencialidad.
Consultados por el diario La Nación, desde el Colegio Marianista informaron que Picciochi dejó la Compañía de María a fines de 1993, y que cuando se produjo la denuncia ya no era más marianista ni ocupaba cargos en las escuelas de la congregación. Respecto del acuerdo, dijeron que desde un primer momento las declaraciones de Cuattromo se tomaron como verosímiles y que la intención fue “resguardar la intimidad de las personas afectadas por los hechos acaecidos”. La Nación se comunicó con el arzobispado de Buenos Aires para consultar a Poli, pero respondieron que “el cardenal no da entrevistas”.
Dinámica de silencio
Muchas víctimas señalan cómo la dinámica de silencio y ocultamiento con que la institución lidió con las denuncias no solo atentó contra la posibilidad de erradicarlas, sino que también les generó aún más dolor. “El silencio fue más dañino que el abuso”, explica una de ellas.
Buenanueva coincide y dice que la práctica “totalmente fatal de traslados, de ocultar, de no decir” respondía a la ignorancia que en la Iglesia había del daño que los abusos y el posterior encubrimiento generaban en las víctimas. “Hay que pensar que muchas víctimas se han suicidado, eso es terrible”, dice.
“Fueron muchos años de sumisión, en los que no solo viví abuso sexual, sino también mucha violencia y manipulación, y era difícil darse cuenta de lo que estaba pasando”, dice Yair Gyurkovits, un estudiante de 23 años. En 2016, denunció a los curas Agustín Rosa Torino y a Nicolás Parma por abusos cuando era menor y formaba parte del Instituto Discípulos de Jesús de San Juan Bautista, en Salta. Ambos religiosos tienen causas abiertas en la Justicia.
Los abusadores suelen manipular a sus víctimas para lograr el silencio que les da impunidad. “Esto es un secreto entre nosotros y Dios”, dice Rufino Varela que le dijo Finnlugh Mac Conastair, o el padre Alfredo, como lo llamaban, luego de abusar de él en el cuarto que ocupaba debajo de la capilla del colegio Cardenal Newman, del que era capellán. Antes de despedirlo, el cura le ofreció caramelos de un frasco que tenía sobre la mesa.
Así como el silencio genera opresión, la difusión de casos alienta a las víctimas a romper la espiral de ocultamiento. Un valiente que se anima a hablar, coinciden varios de los consultados, es lo que los impulsó a ellos a dar el paso al frente.
“Ahora lo importante es continuar la lucha -dice Sgardelis, con su elocuente lenguaje de señas-. Todos ustedes deben escucharme, o no, como quieran, pero esta es la verdad. Ya mi vida está arruinada, pero estoy vivo, demostrando que debemos seguir luchando para que en el futuro se terminen los abusos”.