Agente penitenciario fue reconocido y recordó el sangriento motín de Victoria
César Mondragón fue uno de los oficiales que estuvo en el sangriento motín del penal de Victoria en 1999. “Fueron 25 años de lucha para que se valore la tarea del funcionario penitenciario”, dijo a Elonce al ser reconocido por el Gobierno
Mondragón fue quien hoy recibió el reconocimiento en el acto realizado en La Vieja Usina de Paraná y que estuvo encabezado por el gobernador Rogelio Frigerio, el Ministro de Seguridad, Néstor Roncaglia y el director del Servicio Penitenciario, Aníbal Miotti.
En diálogo con Elonce dijo que “pasaron 25 años desde que pasó el hecho y fueron 25 años de lucha para que se valore la tarea del funcionario penitenciario. A mí me tocó estar en una situación muy compleja, trágica, sangrienta, donde tuve que salvar vidas de mis compañeros; pero mi propósito no era el hecho que me ascendieran, sino que, a través de mi figura, se reconociera a todo el personal del Servicio Penitenciario que hace una tarea mucho más que compleja”.
Sobre lo ocurrido, recordó que “a mí nada más que una reja me separó la vida de la muerte y elegí arriesgarme porque estaba en peligro la vida de un compañero y también la de internos. Nuestra institución a veces está muy encerrada y creo que necesita salir a la luz, pero para eso se necesitan políticas del Estado para que se haga visible esa tarea”.
La familia de Mondragón está ligada a la Policía y al Servicio Penitenciario, “ya es de sangre y es vocación”, dijo finalmente.
El sangriento motín del año 1999
Era medianoche y acababa de terminar, en Telefé, «Sentencia de muerte», la película protagonizada por Jean-Claude van Damme. En el film, un grupo de presos, cansados de sus guardiacárceles corruptos, decide tomar la prisión. Se apagó la televisión y los reclusos de la cárcel de menores entre 18 y 21 años Clemente XI, de esta ciudad, entraron por parejas en sus celdas.
Diez minutos después, cuando los carceleros cerraron los calabozos, estalló el motín más sangriento de esta provincia: tres detenidos, entre los 18 y 20 años, murieron, y tres guardias resultaron heridos, tras mantener tomado durante toda la noche el penal, situado a 12 cuadras del centro.
Al menos uno de los muertos fue abatido por la policía que rodeó la cárcel, y otros dos, según fuentes oficiales, fueron asesinados dentro del penal por los menores presos para zanjar viejos rencores. Todo fue un intento de fuga, informó el director del Servicio Penitenciario provincial, Juan Domingo García.
Ayer, a las 8, los amotinados, 10 de un total de 64, se entregaron vencidos por la policía provincial y por los efectos del alcohol medicinal que robaron de la enfermería, mezclado con medicamentos y levadura de cerveza.
Desde la 0.30 de ayer, los vecinos de esta ciudad de 30.000 habitantes, donde el último robo a mano armada ocurrió hace un año y medio, siguieron por radio el motín, sin poder creer que la cárcel, fundada en 1904, era un infierno de balas.
Un pesado recién llegado, conocido como Jaimito, de 20 años, fue señalado por la policía como el cabecilla de la revuelta. El fue quien apoyó en el cuello del guardia Alberto Gil una faca (arma con filo) cuando cerraba su celda. Entonces, se descontroló todo. Otros nueve se le plegaron, desarmaron a Gil y tomaron la guardia, donde había otros cuatro celadores y dos oficiales.
Cuatro celadores lograron huir con los primeros tiros, pero Gil y sus compañeros César Mondragón y Eduardo Calderón quedaron en manos de los presos. La policía rodeó el lugar, pero nada impidió que los detenidos saquearan la oficina del director, Raúl Dante Rodríguez, y la sala de armas.
Se llevaron más de 30 Itaka, fusiles FAL, escopetas lanzagases y una decena de pistolas calibre 9 milímetros. «Fue una desgracia que pudo haber terminado en una masacre. Menos mal que estaban tomados y drogados y se rindieron», reflexionó García.
Más de 800 tiros
Cinco disparos de escopeta, advertibles en las paredes y los muebles, fueron parte de los más de 800 tiros que se dispararon en la madrugada.
Jaimito, recién salido de un centro de rehabilitación antidrogas de Buenos Aires, y detenido el fin de semana último en Paraná, organizó la acción, según las fuentes.
Coparon la enfermería, donde buscaron envalentonarse con alcohol, y, confundidos, hasta bebieron una botella de piojicida con Rohypnol.
Otros quemaron las oficinas de la administración y violaron la caja fuerte, donde sólo encontraron 24 pesos.
Los que se plegaron prendieron fuego la secretaría del penal y el entrepiso de madera del casino de oficiales, donde duermen los guardias.
«Una chata, conseguime una chata», gritaban a los policías encapuchados de negro del Cuerpo de Operaciones Especiales, un grupo antimotines integrado por tiradores de precisión.
A la 1, el periodista radial Roberto Caminos se ofreció como mediador. Lo recibieron ocho jóvenes armados. El líder le apuntó con una Itaka. En bandolera tenía una ametralladora y una pistola en el cinturón.
«Conseguinos un auto y dos rehenes, queremos irnos.» El periodista salió ileso, pero no pudo cumplir la misión. Los amotinados exhibían por la ventana a los rehenes mientras les apuntaban a la cabeza y gritaban que querían un automóvil.
Evasión fallida
Los presos hicieron saltar de un disparo el candado que cerraba el portón de los fondos de la cárcel y trataron de escapar en la camioneta del penal. Pero el vehículo no arrancó.
Ese momento fue aprovechado por el guardia Gil, que, aunque esposado, huyó bajo fuego cruzado. Su compañero Calderón hizo lo propio, aunque recibió un balazo y un corte en la pierna.
Los reclusos, en tanto, tiraban al aire y también a sus propios compañeros, según la policía. Así habría muerto de un balazo en la cabeza Cristian Peralta, de 18 años. El charco de sangre coagulada todavía era visible al mediodía, cuando La Nación recorrió el penal en ruinas. Era un ladrón local de poca monta, «demasiado poco para sus compañeros», dijo un celador.
El cadáver fue sacado a la calle por los menores tendido sobre un colchón. Lo mismo hicieron con otro detenido, Alejandro Sosa, de 19 años. La policía no disparó.
Pensaban resistir. Esparcieron centenares de balas en el piso, para tenerlas a mano en caso de una toma del penal por parte de la policía, acopiaron munición hasta en los floreros del altar de la Virgen de Aranzazú. Pusieron una trampa cazabobos en una celda, colgando una pistola amartillada de un cordón, para que se disparara cuando alguien abriera la puerta.
Los presos trataron de alejar a los 50 efectivos que los rodeaban y dispararon sobre ellos. Más de 50 tiros dieron contra las paredes, puertas y ventanas. Otros tantos astillaron el grueso portón y las paredes del frente de la cárcel.
Hubo ráfagas desde uno y otro lado. Estallaron decenas de granadas de gas lacrimógeno. Ya amanecía cuando uno de los detenidos, Horacio Vega, de 20 años, salió con un grupo, apuntando a la cabeza del guardia Mondragón. Fue con él caminando por la vereda hasta la esquina, y a los gritos pedía un auto. Al regresar al interior del penal, el balazo de un francotirador de la policía acabó con su rebeldía y quedó tendido en la poceada y angosta calle Vélez Sarsfield. Mondragón aprovechó para escapar. Ya estaban jugados.
El sol estaba en lo alto y no habían conseguido huir. «¡Entréguense, están rodeados, no pueden escapar!», gritó el altavoz de un oficial enmascarado.El juez Jorge Brasesco llegó poco después. Finalmente, ya sin rehenes, los presos se rindieron.
Los 64 presos fueron alineados boca abajo en la calle. En un colectivo y un camión fueron trasladados a la cárcel de Gualeguaychú. Tras ocho horas de disparos, todo había terminado. (Reseña del diario La Nación)
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