Bullying: el hogar y la escuela son parte de la solución
Las noticias sobre situaciones de violencia en las que niños, niñas y adolescentes sufren hostigamiento y rechazo por parte de sus pares son cada vez más frecuentes y alarmantes. Mientras que algunos maltratan sin compasión, otros padecen en silencio durante mucho tiempo y sufren daños que les dejan profundas heridas. Los recientes episodios en el país, así como la mayoría de los casos reportados en el mundo, tienen otro aspecto en común: ocurrieron en establecimientos educativos.
Luego de la familia, la escuela es un espacio de socialización que brinda a los alumnos oportunidades de encuentro con otros diferentes, alternativas de relación y distintas experiencias de aprendizaje que dejarán huella en sus vidas. Cuando estas vivencias son positivas, los niños pueden disfrutar y trabajar con responsabilidad para cumplir con sus tareas, hacer amigos y desarrollarse de manera favorable. Sin embargo, para muchos chicos, asistir cada día a clases representa una carga pesada de sobrellevar, debido al malestar que experimentan. Si bien las causas pueden ser múltiples, entre ellas se encuentran distintas formas de maltrato o bullying, que afectan el rendimiento, la motivación, la autoestima y el vínculo con los pares. El debilitamiento de las figuras de autoridad en la sociedad actual, los altos niveles de violencia en los distintos ámbitos y el mal uso de las tecnologías y de las redes sociales son algunos de los factores que determinan que este fenómeno, que ha ocurrido en todos los tiempos, avance hoy sin control.
El bullying, término inglés proviene de la palabra bull (‘toro’) y se puede traducir como ‘torear’, es la intimidación o acoso intencionado, persistente y sistemático de un niño, niña o adolescente hacia otro al que elige como víctima, con el propósito de someterlo al maltrato o a otras acciones que atentan contra su integridad física o emocional, incluso contra su vida. Se da en relaciones de desigualdad de poder entre pares y, en especial, en grupos que no cuentan con la supervisión de adultos. Es importante diferenciarlo de las peleas esporádicas y esperables entre los chicos, que no les producen un impacto traumático.
Además del agresor (que no siempre ejecuta las acciones que maquina) y de la víctima, la concreción del bullying requiere un grupo de espectadores: pares que observan pasivamente las agresiones del acosador o se identifican con él y festejan sus actos. También implica que hay adultos «ausentes», indiferentes o que intervienen de manera ineficaz.
En general, los agresores son niños populares, con problemas de autoestima y dificultad para controlar sus impulsos y agresividad. Pueden actuar de esta manera por haber sido víctimas de maltrato, por sentir envidia o para ejercer poder. Son admirados o temidos por sus iguales, y suelen faltar el respeto a la autoridad. Asimismo, son insensibles al sufrimiento ajeno, disfrutan de sus comportamientos y los justifican, lo que muestra que no tienen la voluntad de cambiar.
Los hostigadores eligen como víctimas a aquellos niños a los que casi nadie defenderá. Con frecuencia, estos chicos son tímidos e introvertidos, y muestran una falta de confianza en sí mismos. Además, suelen destacarse en los estudios, cultivar otros intereses y tener pocas habilidades deportivas. Por otra parte, los agresores presionan a los observadores para que guarden silencio o excluyan al acosado del círculo de amigos, pedidos a los que muchas veces el grupo accede por temor a las represalias.
El maltrato puede adoptar diferentes formas, es perjudicial siempre y afecta no solo al que lo padece, sino a todos los que de una u otra manera están involucrados. En la víctima, tiene consecuencias duraderas: suele producir dificultades en el aprendizaje, trastornos relacionados con el estrés, ansiedad, agresión y depresión. Muchas veces, estos chicos callan y permiten el sometimiento porque buscan ser aceptados y pertenecer al grupo. Esto sucede más entre las niñas y, si no se revierte, las predispone a considerar ese abuso como algo normal en el vínculo de amistad y a aceptar, en el futuro, relaciones de pareja abusivas. En cuanto a los agresores, si no modifican su comportamiento, pueden adoptar conductas autodestructivas (como consumo de alcohol, cigarrillo o drogas), consolidar una personalidad delictiva o, en la adultez, tener actitudes violentas o abusivas con sus parejas.
Pese a todos los factores de influencia negativa, muchos niños y jóvenes eligen no agredir. Nadie nace violento; la agresión es una conducta aprendida y, por lo tanto, se puede desaprender y modificar.
El rol clave de los adultos
Revertir un fenómeno que refleja una realidad social compleja demanda la implementación de políticas eficaces en todos sus escenarios. No obstante, como padres y educadores podemos asumir un rol activo para que estos hechos no se perpetúen.
En primer lugar, debemos reconocer que la violencia entre los niños existe y dejar de lado las actitudes defensivas que la niegan, justifican o minimizan («Por algo lo harán»; «Son cosas de chicos»; «Mi hijo no es agresor»; «En esta escuela esas cosas no ocurren»; etc.), como así también aquellas que la silencian. Para detener cualquier forma de maltrato, es indispensable, además, la cooperación de cada uno de los integrantes de la comunidad educativa, estableciendo canales de comunicación fluidos entre las familias y la escuela, abriendo espacios de diálogo y reflexión con los alumnos, definiendo normas claras de convivencia, estableciendo límites y aplicando sanciones si estos no se cumplen (el acoso debe tener consecuencias para el agresor).
Modificar la conducta de los hostigadores para que aprendan a resolver los conflictos de maneras apropiadas y desarrollen empatía es un trabajo que demanda tiempo y, en muchos casos, ayuda profesional. En este proceso, es fundamental supervisarlos y estar alertas en la escuela, en especial, en los espacios en los que habitualmente no hay presencia de adultos, como baños, pasillos, recreos y ámbitos donde se manejan celulares y computadoras. Es muy importante, además, proteger a las víctimas, pero también ayudarlas a fortalecer su autoestima y autonomía, y a responder asertivamente. En esta instancia, es necesario enfatizar siempre que no son culpables ni merecen sufrir maltratos. Debido a que la mayor parte de los niños son observadores, es clave trabajar también con ellos y alentarlos, en un marco de seguridad, a no ser cómplices, reconociendo y elogiando a quienes muestren actitudes positivas. Es un derecho del niño estar protegido en el ámbito escolar y ser tratado con dignidad. La escuela, como responsable del cuidado de sus alumnos, tiene que proporcionar un entorno seguro donde las diferencias sean apreciadas y todos los niños y niñas sean valorados.
Por otro lado, es esencial que los adultos –y, en primer, lugar los padres–, nos miremos a nosotros mismos con objetividad y revisemos nuestro proceder, conscientes de que somos modelos a quienes los chicos observan e imitan. Si tenemos reacciones violentas, si consideramos que el castigo físico o las agresiones verbales son formas de mostrar nuestra autoridad, o si toleramos el maltrato, los niños también adoptarán estas conductas como modos válidos de vincularse con los demás. Asimismo, no debemos desconocer la influencia que ejercen los medios de comunicación y la tecnología, que también predisponen a los chicos a la violencia. Los videojuegos que simulan asesinatos o entrenamientos con armas de fuego (y que tienen como objetivo matar o destruir), y las series con altas dosis de agresividad que se ven por televisión o en Internet son algunos ejemplos. ¿Controlamos cuántas horas diarias están expuestos los niños a estos estímulos?
Además de intervenir frente a las situaciones de violencia, es fundamental anticiparse para que no ocurran. Prevenir las agresiones es promover la paz. Esto es posible cuando enseñamos a los chicos desde pequeños a identificar lo que sienten y a expresarlo sin lastimar a los demás, a desarrollar empatía y a resolver los conflictos, para que aprendan a convivir en armonía. También cuando valoramos la diversidad y fomentamos la inclusión de cada alumno, enseñando a entablar vínculos sanos de amistad, a respetar al otro, a ser generosos y solidarios, a acercarse al que está solo y a practicar estos valores humanos por sobre la competitividad y el individualismo que impone la sociedad.
Como reflexión final, tengamos presente que la verdadera disciplina nace del amor. Así como el jardinero pone un tutor al árbol para que crezca erguido, nosotros también debemos estar cerca de nuestros niños como «tutores» comprometidos y velar por su crecimiento, ponerles límites para que no «se caigan» e interesarnos por lo que les pasa, por lo que hacen y por la clase de personas que estamos formando.
¿Cómo hostigan los chicos?
El maltrato escolar puede manifestarse a través de los siguientes tipos de agresión:
• Física: pegar, empujar, esconder, romper, robar objetos a la víctima, etc.
• Verbal: amenazar, insultar, dar apodos ofensivos, difundir falsos rumores, hostigar por causas raciales, étnicas o sexuales, etc.
• Relacional: excluir a la víctima de los grupos, ignorarla, etc.
• Virtual: difundir los insultos o amenazas a través de las redes sociales y nuevas tecnologías, etc.
• Un trabajo desarrollado por la Unesco entre 2009 y 2011, y publicado en la Revista CEPAL, concluye: «La violencia entre estudiantes constituye un problema grave en toda América Latina (…).Argentina es el país que muestra las cifras más altas en términos de insultos o amenazas«. Además, el estudio advierte que «la violencia no termina en el aula, sino que se puede trasladar a las redes sociales, con lo que la humillación se hace pública». Así, el ciberacoso (en inglés, cyberbullying) permite que el hostigador mantenga el anonimato, al tiempo que facilita la exposición indiscriminada y masiva de la víctima, agravando el daño causado.
* La licenciada Cintya Elmassian es psicóloga y coordinadora del Departamento de Programas Educativos y Publicaciones Infantiles de la Fundación Stamboulian
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