Donald Trump y la libertad de prensa
Por: Alberto Benegas Lynch (h)
En un sistema republicano nada hay más importante al efecto de preservar las libertades individuales que la libertad de prensa. Después de un gran debate en medios estadounidenses por parte de quienes sostenían en el siglo XVIII que no debería insertarse en la Carta Magna lo que el gobierno no puede hacer, puesto que se afirmaba que en un sistema libre como el proclamado en la Constitución va de suyo que el abuso queda excluido. Sin embargo, la posición contraria prevaleció y así se aprobaron las primeras diez enmiendas constitucionales, de las cuales la primera, la prioritaria, resguarda la libertad de prensa de toda intromisión gubernamental. En esta misma línea, Thomas Jefferson escribió, en 1787: «Si tuviera que decidir entre un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en elegir esto último».
Ahora resulta que acaba de asumir un presidente del otrora baluarte del mundo libre que se pronuncia en contra de la prensa libre. Entre otras trifulcas con los medios —la última antes de asumir, cuando en su conferencia de prensa hizo callar a un periodista de CNN—, ha dicho en Forth Worth, en Texas que cambiará las leyes «para que cuando los medios escriban noticias negativas los podamos demandar y así hacer mucho dinero». Con una inusitada agresión ad hominem en West Palm Beach, en Florida afirmó que hay que cambiar las leyes referidas a la prensa para que «cuando el New York Times o el Washington Post escriban, los podamos demandar», «los medios se encuentran entre los grupos de personas más deshonestas que he conocido. Son terribles». Esto lo repitió en su visita a la CIA, después de asumir la Presidencia, oportunidad en la que agregó: «Estoy en guerra con los medios» y otras manifestaciones de desprecio a la libertad de pensamiento.
Este peligro inminente se agrega a la xenofobia del nuevo Presidente, de su prepotente, arrogante y anunciada intervención en el comercio internacional y de su preocupante esquema para la economía local con los gastos colosales que proyecta, su amistad con Rusia, su enemistad con China y el nombramiento del secretario de Defensa (el jefe del Pentágono), el general James Mattis, que ha declarado públicamente en un panel ante sus pares en la Asociación de Comunicaciones y Electrónica de las Fuerzas Armadas (San Diego, California): «En realidad me gusta pelear, ustedes saben. Es estimulante. Es divertido matar a algunas personas. Me gusta la camorra». Con seguridad estas medidas no se dirigen a su reiterado lema de Make America Great Again, más bien a acentuar la decadencia que se viene apartando aceleradamente de los valores proclamados por los padres fundadores (en el contexto de modales impropios por más que se empeñe en mostrar otros aspectos formales de buena calidad como la reposición del busto de Winston Churchill en la Oficina Oval en su primer día de gestión).
No tenemos la bola de cristal, no sabemos qué ocurrirá, aparecen declaraciones contradictorias del novel mandatario que se reiteraron en su discurso inaugural, pero, como queda dicho, hay síntomas muy alarmantes y otros que apuntan a tranquilizar a los más sensatos, medidas ponderables como la elección del vicepresidente, la secretaria de Educación, el de Vivienda y Urbanismo, y algunos temas importantes de salud, tributarios y de regulaciones, pero nada compensa su tratamiento desaforado con la prensa.
En cualquier caso, como es sabido, la libertad de expresión resulta esencial para aprender, puesto que como el conocimiento está inmerso en la provisionalidad y siempre abierto a posibles refutaciones, la manera de reducir nuestra ignorancia consiste en contar con debates abiertos de par en par.
Esta libertad es respetada y cuidada como política de elemental higiene cívica en el contexto de una sociedad abierta, no sólo por lo anteriormente expresado, sino porque demanda información de todo cuanto ocurre en el seno de los gobiernos para así velar por el cumplimiento de sus funciones específicas y minimizar los riesgos de la extralimitación del poder. En innumerables casos, el periodismo ha hecho mucho más que la propia Justicia para investigar y denunciar casos de corrupción gubernamental.
Como he escrito en otra oportunidad en un matutino de Buenos Aires, resulta especialmente necesaria la indagación por parte del periodismo cuando los aparatos de la fuerza que denominamos gobierno pretenden ocultar información bajo los mantos de la «seguridad nacional» y los «secretos de Estado» alegando traición a la patria y esperpentos como el desacato o las intenciones destituyentes por parte de los representantes de la prensa. Debido a su trascendencia y su repercusión pública internacional, constituyen ejemplos de acalorados debates sobre estos asuntos los referidos a los llamados Papeles del Pentágono (tema tan bien tratado por Hannah Arendt) y el célebre caso Watergate que terminó derribando un gobierno.
Por supuesto que nos estamos refiriendo a la plena libertad sin censura previa, lo cual no es óbice para que se asuman con todo el rigor necesario las correspondientes responsabilidades ante la Justicia por lo expresado en caso de haber lesionado derechos de terceros. Esta plena libertad incluye el debate de ideas con quienes implícita o explícitamente proponen modificar el sistema, de lo contrario se provocaría un peligroso efecto boomerang (la noción opuesta llevaría a la siguiente pregunta, por cierto inquietante, ¿en qué momento se debería prohibir la difusión de las ideas comunistas de Platón, en el aula, en la plaza pública o cuando se incluye parcial o totalmente en una plataforma partidaria?). Las únicas defensas de la sociedad abierta radican en la educación y las normas que surgen del consiguiente aprendizaje y la discusión de valores y principios.
Hasta aquí lo básico del tema, pero es pertinente repasar otros andariveles que ayudan a disponer de elementos de juicio más acabados y permiten exhibir un cuadro de situación algo más completo, aunque no se refiera específicamente a Estados Unidos. En primer lugar, la existencia de ese adefesio que se conoce como agencia oficial de noticias. No resulta infrecuente que periodistas bien intencionados y mejor inspirados se quejen amargamente porque sus medios no reciben el mismo trato que los que adhieren al gobierno de turno o a los que la juegan de periodistas y son directamente megáfonos del poder del momento. Pero, en verdad, el problema es aceptar esa repartición estatal en lugar de optar por su disolución, y cuando los gobiernos deban anunciar algo, simplemente tercericen la respectiva publicidad. La constitución de una agencia estatal de noticias es una manifestación autoritaria a la que lamentablemente no pocos se han acostumbrado.
Es también conveniente para proteger la muy preciada libertad a la que nos venimos refiriendo que en este campo se dé por concluida la figura atrabiliaria de la concesión del espectro electromagnético y asignarlo en propiedad para abrir las posibilidades de subsiguientes ventas, puesto que son susceptibles de identificarse del mismo modo que ocurre con un terreno. De más está decir que la concesión implica que el que la otorga es el dueño y, por tanto, tiene el derecho de no renovarla a su vencimiento y otras complicaciones y amenazas a la libre expresión de las ideas que aparecen cuando se acepta que las estructuras gubernamentales se arroguen la titularidad, por lo que en mayor o menor medida siempre pende la espada de Damocles.
De la libertad de expresión se sigue la de asociación y de petición que deben minimizar las tensiones que eventualmente generen batifondos extremos y altos decibeles que afectan los derechos del vecino, que en un sistema abierto se resuelve a través de fallos en competencia como mecanismo de descubrimiento del derecho y no como ingeniería legislativa y diseño arrogante.
Fenómeno parecido sucede con la pornografía y equivalentes en la vía pública que, en esta instancia del proceso de evolución cultural, hacen que no haya otro modo de resolver las disputas como no sea a través de mayorías circunstanciales. Lo que ocurre en dominios privados no es de incumbencia de los gobiernos, lo cual incluye la televisión, que con los menores es responsabilidad de los padres y eventualmente de las tecnologías empleadas para bloquear programas. En la era moderna, carece de sentido tal cosa como el horario de protección al menor impuesto por la autoridad, ya que para hacerlo efectivo habría que bombardear satélites desde donde se trasmiten imágenes en horarios muy dispares a través del globo. Las familias no pueden ni deben delegar sus funciones en aparatos estatales como si fueran padres putativos, cosa que no excluye que las emisioras privadas de cualquier parte del mundo anuncien las limitaciones y las codificadoras que estimen oportunas para seleccionar audiencias.
Otra cuestión también controversial se refiere a la financiación de las campañas políticas. En esta materia, se ha dicho y repetido que deben limitarse las entregas de fondos a candidatos y partidos, puesto que esos recursos pueden apuntar a que se les devuelva favores por parte de los vencedores en la contienda electoral. Esto así está mal planteado, las limitaciones a esas cópulas hediondas entre ladrones de guante blanco mal llamados empresarios y el poder deben eliminarse vía marcos institucionales civilizados que no faculten a los gobiernos a encarar actividades más allá de la protección a los derechos y el establecimiento de justicia. La referida limitación es una restricción solapada a la libertad de prensa, del mismo modo que lo sería si se restringiera la publicidad de bienes y servicios en diversos medios orales y escritos.
Afortunadamente, han pasado los tiempos del Index Expurgatorius en el que Papas pretendían restringir lecturas de libros, pero en varios países irrumpen en la escena comisarios que limitan o prohíben la importación de libros, dan manotazos a la producción y la distribución de papel o, al decir del decimonónico Richard Cobden, establecen exorbitantes «impuestos al conocimiento». La formidable invención de la imprenta por Pi Sheng en China y más adelante la contribución extraordinaria de Gutenberg no han sido del todo aprovechadas, sino que a través de los tiempos se han interpuesto cortapisas de diverso tenor y magnitud, pero en estos momentos han florecido (si esa fuera la palabra adecuada) megalómanos que arremeten con fuerza contra el periodismo independiente (un pleonasmo pero, en vista de lo que sucede, vale el adjetivo).
Esto ocurre debido a la presunción del conocimiento de gobernantes que, sin vestigio alguno de modestia y a diferencia de lo sugerido por Albert Einstein, se autoproclaman sabedores de todo cuanto ocurre en el planeta, y se explayan en vehementes consejos a obligados y obsecuentes escuchas en imparables verborragias, tal como ocurre con los artilugios que planea Donald Trump para amordazar a la prensa independiente que, esperemos, se rectifiquen de inmediato.
Dados los temas controvertidos aquí brevemente expuestos —y que no pretenden agotar los vinculados a la libertad de prensa ni los planes de Trump—, considero que viene muy al caso reproducir una cita de la obra clásica de John Bury titulada Historia de la libertad de pensamiento: «El mundo mental del hombre corriente se compone de creencias aceptadas sin crítica y a las cuales se aferra firmemente […]. Una nueva idea contradictoria respecto a las creencias que sustenta, significa la necesidad de ajustar su mente […]. Las opiniones nuevas son consideradas tan peligrosas como molestas, y cualquiera que hace preguntas inconvenientes sobre el porqué y el para qué de principios aceptados es considerado un elemento pernicioso».
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