El 50 por ciento de los feminicidios de menores son cometidos por algún familiar de las víctimas
Se estima que se cometen al menos 2 feminicidios por mes de jóvenes menores de 18 años.
En la Argentina, una mujer es asesinada cada 30 horas y se estima que se cometen al menos 2 femicidios por mes de jóvenes menores de 18 años. Así se desprende de los datos que maneja la ONG Casa de Encuentro. Asimismo, la organización entiende que en la mayoría de los casos las niñas fueron interceptadas en sitios que frecuentaban, como la escuela, el transporte público, el boliche o sus propios hogares. Del total de feminicidios de menores, el 30 por ciento fueron cometidos por el padre o padrastro de las víctimas; y la cifra asciende a 50 por ciento si se trata de algún familiar conocido.
Según los datos de la ONG Casa del Encuentro, analizados por La Nación Data, en la mayoría de los casos las niñas fueron interceptadas en sitios que frecuentaban como la escuela, el transporte público, el boliche o en sus propios hogares. De hecho, el 30 por ciento de las víctimas fueron asesinadas por su padre o padrastro y la cifra asciende a 50 por ciento si se trata de algún familiar o conocido.
Muchas de las niñas también son víctimas de violencia sexual una o reiteradas veces antes de su asesinato: de las 140 niñas menores de 18 años que fueron asesinadas desde 2013 hasta 2017, el 30 por ciento sufrió abuso sexual y el 20 por ciento de los homicidas se suicidaron tras cometer el delito.
En algunos de los casos, los padres se convierten en protagonistas de la lucha contra la dilación judicial y en las caras visibles de una problemática que trasciende regiones y estratos sociales.
Anahí Benítez, 16 años
Una mirada perdida por el movimiento involuntario de los ojos húmedos acompaña un respiro profundo que interrumpe el habla. La pausa se extiende a los labios que se fruncen para aguantar el llanto. Mueve la cabeza en negativa al no encontrar palabras suficientes para describir la angustia. Toma coraje, se acomoda y explica: “Lo que me generó es como si acá, en este momento, cayera una bomba atómica. Lo terrible, lo inhumano”.
El 4 de agosto de 2017, Silvia Pérez Vilor recibió una noticia que convirtió su peor tormento en una realidad. Le informaron que el cuerpo de su hija adolescente desaparecida, Anahí Benítez de 16 años, había sido encontrado desnudo, con lesiones en el rostro, enterrado a pocas cuadras de su hogar en la Reserva Natural Santa Catalina de Lomas de Zamora.
Silvia viste toda de negro y está sentada en una silla plegable en el patio delantero de su casa, justo enfrente del cuarto donde dormía su hija Anahí. Con una mano corrige la posición de sus lentes, la otra deja caer una colilla de cigarrillo y en un intento de reconstruir el relato que la llevó al duelo eterno sostiene: “Yo no me morí, estoy acá, pero estoy herida de muerte. Desde que yo no tengo a mi hija no tengo días normales ni los voy a tener nunca, tengo un enorme vacío, una falta de estímulo para vivir”.
La autopsia de Anahí reveló que utilizaron un potente sedante para abusar sexualmente de ella y después asfixiarla para enterrarla muerta. La causa aún sigue abierta y los únicos dos imputados están en la cárcel bajo prisión preventiva a la espera del juicio oral.
Silvia endurece el tono de voz cuando se menciona a los acusados.Las palabras ahora se disparan seguras y determinantes: “En este bendito país la justicia tarda eternidades. Hay que lograr que cambien las leyes, que dejen de estar a favor de los delincuentes, que las penas sean más estrictas a nivel local y que haya mayores controles y más educación”.
Ya no le teme a la cámara que filma la entrevista. Mira directo al lente en un pedido de ayuda que trasciende a los presentes y que revela una desesperada lucha contra la impunidad. “Las redes no ofrecen información y los fiscales se quieren sacar la causa de encima. Todo eso concluye con que acá la palabra justicia sea abstracta. Es como una conspiración en la que está en juego no sólo la justicia de las personas que asesinaron sino la vida de potenciales víctimas”, expresa con impotencia mientras sus dedos se entrelazan en un gesto de plegaria y su mandíbula retrocede en una expresión de disgusto.
Pero el ferviente clamor de auxilio se extiende más allá de los reclamos y se concreta en acciones. Silvia intenta crear un escuadrón de perros de rastro específico. El Concejo Deliberante de Lomas de Zamora ya le aprobó el proyecto que busca cambiar los protocolos de búsqueda para evitar demoras en la investigación de una persona desaparecida. Contempla la presencia de al menos dos canes de rastro por fiscalía o municipio que empiecen a actuar apenas se realice una denuncia.
Silvia se despega de la silla, se inclina hacia adelante con el ceño fruncido y en un grito de convicción explica que antes de reencontrarse con su hija tiene que evitar que a otras niñas les suceda lo mismo. En un último soplo de reflexión, convoca al resto de las mujeres a que la ayuden y declara: “Yo como mamá dije que iba a dar vuelta el país. Ahora digo que voy a dar vuelta el mundo. No me importa lo que tenga que hacer. Voy a llegar a donde tenga que llegar para que esto cambie”.
Chiara Páez, 14 años
Sus padres se criaron aquí. Él también. Su hermana, sus tres hijas mayores, sus sobrinos y su nieto viven en esta ciudad. Pero Fabio Páez pasa sus días en General Alvear, a 537 kilómetros de todos. Se mudó a fines de 2015 con sus dos hijos menores después del asesinato de su hija. Se llamaba Chiara Páez, tenía 14 años, jugaba al hockey en el equipo del pueblo, ayudaba en hogares para jubilados y discapacitados y estaba embarazada.
El asesino, Manuel Mansilla, que tenía 16 años y era su novio hacía meses, enterró el cuerpo en un pozo en el patio de su casa. Ese día, su familia hizo un asado y lo sirvió, como de costumbre, en el patio.
La mataron en mayo, Fabio tomó la decisión de mudarse a Mendoza en diciembre. “Una de mis hijas se encontró con uno de ellos [por los Mansilla] en la terminal de Rosario y verlo le hizo muy mal. Mi reacción fue irme directo a la casa de ellos”, cuenta. “No sé qué iba a hacer, pero por suerte no estaban. Dios me iluminó…Me di cuenta de que los chicos estaban creciendo intoxicados y decidí llevármelos lejos”, recuerda. La familia del asesino también se mudó y ya no se los ve en las calles del pueblo. Viven en Venado Tuerto, a 100 kilómetros de Rufino, pero Fabio no piensa regresar. Al menos por ahora.
Cada mes recorre el camino de vuelta a Rufino para hacer trámites laborales, ir al médico, ver a su familia. Su vida, de alguna forma, aún transcurre en el calmo pueblo que hace cuatro años se sacudió con el femicidio de su hija. El caso disparó la primera manifestación de Ni Una Menos, que después se transformaría en un movimiento. Quizá porque Chiara era menor de edad, o porque la enterraron en un lugar donde después comieron o porque estaba embarazada. O por todo eso junto.
Una tarde lluviosa, Fabio recorre Rufino con LA NACION. La escuela a la que asistía Chiara, el campo donde jugaba al hockey, la casa donde vivía y la esquina donde le presentó a su papá, de lejos, a su novio, Manuel. Esa noche se saludaron con la mano. Fue la única vez que se vieron.
Aunque Mansilla recibió una condena a 21 años de prisión en 2017, Fabio aún reclama justicia. Por un lado, hizo una petición para que el asesino, que está preso en una comisaría, sea trasladado a una cárcel. Por otra parte, está convencido de que recibió ayuda para matar a Chiara y enterrarla. Sostiene que la madre, el padrastro y los abuelos fueron cómplices y también deberían estar presos.
El trayecto termina en la casa de Graciela, su hermana, donde todos los portarretratos del living muestran a Chiara. Las fotos les recuerdan cada vez cómo cambiaron las reuniones familiares desde que la mataron: en Año Nuevo y Navidad se saludan, pero no brindan. Y las risas ya no abundan. “Su ausencia está en todos lados, está siempre”, dice la tía de Chiara con los ojos celestes empañados.
Hoy, Fabio (productor agropecuario, exjugador de rugby de manos robustas) está al tanto de los casos más recientes de violencia de género. Sabe de memoria las cifras, las edades de las víctimas, si fueron abusadas y las zonas donde las mataron. Nunca hubiera imaginado que se transformaría en un experto, ni que participaría a diario de una organización de familiares de víctimas llamada Atravesados por el Femicidio. En cada viaje a Rufino, visita el cementerio donde está enterrada su hija y se pregunta por qué la mataron. Pero cuando le preguntan a él: “¿Por qué cree que la mataron?”, responde sin dudarlo: “Porque era mujer”.
Ángeles Rawson, 16 años
El 12 de junio de 2013, Jimena Aduriz salió junto a su familia de su departamento en Ravignani 2360, en Palermo, y no pudo volver nunca más.
Quizás motivada por la presencia en el edificio de Diana Saettone, la esposa del asesino de su hija, por la agobiante guardia mediática apostada en la puerta de su casa desde hacía más de 72 horas. O tal vez porque aquella misma noche, mientras la velaba, la policía allanó su domicilio y quedó destruido.
A Ángeles Rawson la asesinaron el 10 de junio de 2013. Jorge Mangeri, el portero del edificio donde vivía junto a su familia hacía 11 años, intentó violarla y la asfixió hasta matarla. Luego, se deshizo de ella en una bolsa de consorcio.
Un día después encontraron su cuerpo de manera fortuita en la cinta de separación de residuos del CEAMSE de José León Suárez, a cinco metros de donde cae la basura para relleno orgánico.
“Mi hija hubiera sido una desaparecida si a él le salía bien”, asegura Jimena. Podría haber quedado atrapada en una búsqueda eterna.
Además de enfrentar el dolor de la pérdida de su única hija mujer, ella y su esposo, Sergio Opatowski, tuvieron que lidiar con las críticas, las agresiones y las sospechas en su contra. “Que hayan puesto en duda que yo tenía algo que ver con la muerte de mi hija… dolió mucho más eso, que pudiera ponerse en duda lo que yo amaba a esa criatura, era la luz de mis ojos”.
Después del femicidio de Ángeles, Jimena tuvo que despedir a dos víctimas colaterales: a la madre de su esposo y a su hermano. “Mi suegra falleció de tristeza y al año murió mi hermano cuando la defensa lo llamó como testigo. Tenía problemas cardiológicos y no los resistió”, lamenta, con voz pausada.
En poco tiempo tuvo que empaparse de términos judiciales y aprender sobre temáticas de género para poder llevar adelante la querella del juicio contra el portero Mangeri, condenado a cadena perpetua en 2015.
Si bien el dolor de la pérdida de su hija es indeleble, busca resignificarlo mediante el acompañamiento a otras madres y la concientización y prevención de la violencia contra las mujeres.
Jimena sostiene y acaricia un retrato sonriente de su hija. Es la última foto que le tomaron, con 16 años, un mes antes de su muerte. El ímpetu en su mirada se desarma cuando habla de Ángeles, su “Mumi”, como la apodaban cariñosamente en la familia.
“La tuve poquito tiempo, pero la extraño horrores. Me siento bendecida de haber sido su mamá”.
Lola Chomnalez, 15 años
Los ojos de Adriana Belmonte se ahogan en el vértigo del recuerdo y sus labios se esfuerzan para reconstruir el relato. El marido le extiende su mano en un gesto cargado de energía para apoyar la continuidad de sus palabras. Pero nada alcanza para impedir que las lágrimas quiebren su voz y la sensación de dolor invada el cuarto.
Su hija, Lola Chomnalez, tenía apenas 15 años cuando la encontraron sin vida semienterrada en una zona de médanos y vegetación, a cuatro kilómetros de la casa de Barra de Valizas en la que se hospedaba junto a su madrina durante el verano de 2014. La autopsia reveló que presentaba cortes en el cuello y en el brazo, y que murió por la comprensión de su cara contra la arena.
El peso del suspiro de Adriana desvía su mirada hacia el techo y la obliga a inclinar la cabeza hacia atrás. Aprieta su boca para retener la angustia y mueve la cabeza para liberar la tensión que se percibe en el color rojizo de sus ojos. Traga para eliminar la aspereza de su voz y sostiene: “En ese momento no manejaba o desconocía el término femicidio. Hubo un tiempo en que estuve en shock, que no entendía bien qué es lo que había pasado. Pero gracias a la movida colectiva de mujeres y a Ni una menos entendí la pulsión de venganza que hay en el femicida”. Adriana nunca pudo volver a entrar a la habitación de Lola, asegura que prefiere que nada se altere allí, ni su aroma.
Después de años de vigilia y un incesante pedido de Justicia por el crimen de su hija que aún continúa impune, Diego Chomnalez no disimula su indignación por el curso de la investigación. «Se borraron las huellas. Hoy no hay ni un solo detenido y hubo más de 40 sospechosos, cuatro jueces y varios fiscales”.
Ante la consulta sobre el rol de la madrina de Lola, que la alojó durante ese verano, Diego parpadea con un gesto de desaprobación: “Con Claudia Marcela Fernández y Hernán Tuzinkevich no tenemos ningún vínculo. Nunca se presentaron. Ellos viven en su agujero negro, que es un agujero negro que les pertenece y lo crearon. Nos solíamos reunir por lo menos dos o tres veces en diversos cumpleaños, pero nadie levantó el teléfono nunca”.
El ambiente se transforma cuando la conversación gira en torno al recuerdo de Lola. Se percibe un aire de felicidad y distensión en el ánimo de sus respuestas y los ojos adormecidos se encienden conmovidos en el entusiasmo de aferrarse a los recuerdos.
“La describiría como un rayo gigante de luz, con una sonrisa de extremo a extremo. Al principio tenía miedo de olvidarme de la voz o de la risa. Pero la recuerdo muy bien. Era una persona muy libre, muy desapegada de todo lo material», detalla Adriana.
Diego abraza las fotos que sostiene en sus manos y debilitado por el sentimiento de nostalgia, agrega: “Ella era una persona muy especial. No te lo digo porque soy el padre. Se nota en las amigas, en cómo luchan por ella, cómo van a las marchas. Aparecieron con un cartel que era una frase de mi hija: ‘Venimos del amor, nos vamos a la paz’. Ella era eso”.
En diciembre pasado se realizó el acto de graduación de las compañeras de colegio de Lola. Adriana y Diego acompañaron y aplaudieron a cada una de las mejores amigas de su hija. Lola debería haber estado allí, pero le arrebataron la vida cuatro años antes.
Melina Romero, 17 años
En su celular, el padre tiene decenas de fotos de Melina. Desliza el dedo sobre la pantalla y las exhibe, una por una, mientras habla de lo solidaria que era, de su humor cambiante, “típico de adolescente”, de sus travesuras. Hasta que, con un breve movimiento de muñeca, lo esconde. Duda por un momento, pero toma impulso y muestra la siguiente imagen. Es el cuerpo de su hija, hace cuatro años, destrozado y desnudo sobre el pasto. “Así me la entregaron”.
Rubén Romero, fornido, de piel oscura y expresión seria, está en el jardín delantero de la casa de El Palomar donde vivía su hija. A unos metros, la mamá de Melina, Ana María Martínez, con la mirada severa y el pelo recogido para mitigar el calor del verano, fuma un cigarrillo. Se preparan para hablar, una vez más, de la muerte y el reclamo de justicia.
Melina Romero fue secuestrada el 24 de agosto de 2014 a la salida de un boliche. Había ido a festejar su cumpleaños de 17. Desapareció por la madrugada y la buscaron durante un mes, hasta que la hallaron, a 13 kilómetros, en un descampado.
El juicio por el crimen duró tres años y se condenó a Joel “Chavito” Fernández, que en ese momento tenía 20 años, a 13 años de prisión. Pero los padres de Melina aseguran con firmeza que no actuó solo, que hubo cómplices. De hecho, por los tribunales circularon varios imputados y hubo distintas hipótesis. Durante todo el juicio, Joel Fernández no dijo una sola palabra. “No habló ni para defenderse, ni para pedir perdón ni para contar qué pasó. Estamos seguros de que encubrió a los otros”, dice Ana María con voz grave. Cuando habla se escucha el enojo.
Los padres exigen una investigación profunda sobre todos los imputados por el crimen de su hija. Pero no tienen los recursos para impulsar una nueva causa. Tampoco los tenían en 2014. Los ayudó la alta repercusión que tuvo el caso: incluso el entonces gobernador, Daniel Scioli, pidió que lo mantuvieran al tanto sobre los avances. Pero sobre todo el hecho de haber tenido un abogado que trabajó ad honorem.»Ahora tendríamos que pagarle a un nuevo abogado y no podemos. En este país, si no tenés plata no tenés justicia”, reflexiona la madre.
Está jubilada y vive en la misma casa junto a sus dos hijos varones. A diferencia del padre, no guarda una sola foto de Melina, ni impresa ni digital. Tampoco un objeto suyo. “La relación con los hijos es un vínculo eterno. Lo material lo dejo con lo material. Lo espiritual es otra cosa”. Recuerda a su hija y permanece inmutable.
El padre, en cambio, deja que se le humedezcan los ojos, o tal vez no puede evitarlo. Sus palabras también hablan de dolor, indignación e impotencia por la falta de recursos para impulsar un nuevo juicio. “Pasaron cuatro años, pero ella sigue acá conmigo. Cuando más me la acuerdo es cuando escucho esa música, Ayúdame a vivir (Bring me to life, de la banda estadounidense Evanescense). Me trae un sentimiento de gran culpa y cada vez más bronca, porque me sacaron todo y la justicia jamás llegó”.
Todas las mañanas los padres de Melina se “repugnan” con los nuevos casos de femicidios que descubren en los noticieros o las redes sociales, en un país donde muere una mujer a diario por ser mujer. Cada una de las respuestas a las preguntas durante la entrevista con LA NACION sobre sus vidas después del asesinato de su hija termina con el mismo pedido: justicia.
“No solo mataron a Melina, sino a toda la familia”, dice Ana María. “Cada dia que pasa tengo más sed de Justicia. No solo por mi hija, también por el resto de las pibas que matan. Ese es el sentido de mi vida y hasta el día que me reúna con ella la voy a pelear”, concluye.