El milagro que nació del fuego
El incendio de una vivienda en Gualeguaychú revivió lazos de amistad social generando un necesario milagro de Navidad.
Hay incendios que arrebatan y dejan sólo un hueco oscuro donde antes había una vida. Y hay otros -raros, mínimos, casi secretos- que, mientras consumen paredes y recuerdos, dejan a su paso una luz improbable, como si en la devastación anidara el germen de un milagro.
El de José empezó en la tarde tibia del 13 de noviembre pasado, cuando un resplandor anómalo se deslizó por su vivienda ubicada en calle Monseñor Angelelli, casi Perú de la ciudad de Gualeguaychú. En unos minutos el silencio del barrio se volvió estampido rojo. El fuego no pidió permiso: trepó por la madera fatigada de los techos, se bebió el aire de las habitaciones, redujo a nada un Renault Duster y dejó heridas las paredes de la casa de al lado.
Nadie sabe aún cómo empezó. Sólo se sabe -con la misma certeza que el humo deja en la garganta- que las llamas avanzaron con una ferocidad pocas veces vista. José, jubilado, viudo reciente, hombre de silencios hondos y de saludos amables, estaba ahí cuando la llamarada se abrió paso.
Fueron los vecinos quienes primero escucharon el ruido de las llamas, la estridencia de las chapas retorcidas y el retumbo de los maderos cayendo al piso. No era el estruendo solo del fuego, sino también del temor. Los teléfonos se encendieron con las últimas luces de esa tarde: en minutos llegaron dos dotaciones de los Bomberos Voluntarios, el personal policial, la ambulancia del 107 del Hospital Centenario que asistió a José y los equipos de Desarrollo Social de la Municipalidad que intentaron, como podían, contener el vértigo de la desgracia.
Y, aun así, lo que más sostuvo la escena no fue la maquinaria del Estado ni la destreza de los bomberos: fue el pulso de la comunidad. Mejor expresado: el de todos ellos juntos, porque todos fueron necesarios. Pero, hay que remarcar esa pequeña épica doméstica que no se aprende desde los protocolos institucionales: la de los vecinos que corren, abren puertas, ofrecen agua, cargan lo que pueden, abrazan sin preguntar. Lloran juntos. Siembran esperanzas para poder seguir. Rescatan.
Esa noche los hijos de José llegaron desde Campana donde residen. Cruzaron kilómetros con el corazón galopante en la garganta. Encontraron a su padre vivo -que ya era un milagro- y a una casa que era apenas un esqueleto vuelto carbón. José durmió en la vivienda de un vecino, como si la tragedia, en vez de expulsarlo del mundo, lo hubiera devuelto al calor más primario: el de otra familia que se abre y aloja.
Al día siguiente, la Municipalidad apuntaló lo que quedaba en pie: un par de paredes tristes, un baño mutilado, partes de un techo que amenazaba con desmoronarse. Entre humo, agua y escombros, comenzaba a dibujarse una certeza: lo material estaba perdido casi por completo.
Fue entonces cuando la solidaridad tomó forma de aire fresco, de rostro cercano, de mano extendida, de mirada profunda. Una voz recorrió la comunidad como si la transportara el viento: “José lo perdió todo”. Y el barrio respondió con ese tipo de generosidad que nadie practica por obligación, sino por instinto.
Aparecieron chapas para el nuevo techo. Una heladera, una cocina, muebles. Una silla aquí, una mesa allá. Platos y cubiertos y demás enseres. Todo era poco y todo era mucho: cada objeto traído parecía una protección contra la intemperie.
En redes sociales, Matías Peralta -nieto de José- publicó un mensaje que era parte desahogo, parte plegaria y parte agradecimiento anticipado. “Estamos devastados. Se veían dos paredes y el cielo”, escribió. “Tenemos que reconstruir todo. Se quemó hasta el tanque de agua. Mi abuelo está viviendo con un vecino. La comunidad está ayudando mucho; necesitamos hierros ahora”.
Lo dijo sin dramatismos, pero con la verdad desnuda que duele: cuando el cielo se convierte en techo, uno comprende que la casa comienza en lo que otros ofrecen.
Y allí, en esa suma paciente de chapas, abrazos, hierros, manos extendidas y silencios compartidos, empezó a tallarse un acontecimiento que no figura en los partes policiales ni en los informes técnicos: el milagro de la Navidad que llega antes de tiempo. Ese en el que un barrio entero se une para recordarle a una persona -y quizá también a sí mismo- que ninguna ceniza es definitiva, que toda pérdida puede ser un umbral, y que hay noches en las que, aun sin notarlo, la esperanza se enciende más fuerte que el fuego.


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