Lara y Valentino son los hijos de Florencia Albornoz, asesinada por un policía que está preso. Crecen con su abuela materna y sus tías, pero el acoso de compañeros de escuela y el peligro de que el asesino quede en libertad están siempre presentes.

Al femicida primero le dieron 18 años, después 12 y medio, finalmente 15. La familia de Florencia Albornoz no entiende las razones de la justicia, pero sin embargo, se mantiene vigilante. Tienen temor de que al expolicía Miguel Angel Mazó le autoricen salidas transitorias cuando cumpla los diez años de detención. No consiguen vivir en paz.

«Tiene Facebook en la cárcel y les pide amistad a mis conocidos. Les manda mensajes al estilo ‘yo no fui’, ‘no fue culpa mía’. Lo que en realidad quiere es ver fotos de la nena. Las pericias psiquiátricas le dan mal, pero eso no es garantía de que no salga», señala Fernanda, hermana de Florencia. Está en el pabellón de los policías, tiene visitas higiénicas y publica selfies».

A Fernanda le preocupa Lara, que tiene casi 14 años. La adolescente con cara de muñeca japonesa se quedó sin su mamá, asesinada por su padre. La violencia no empezó de un día para otro. Mazó mató la misma noche a un amigo de Florencia. Antes, le había disparado en un pie a Valentino, hijo de otra pareja de Florencia. El ataque fue mientras ella estaba con sus dos chicos en la cama.

La familia unió fuerzas para criarlos, pero a pesar de la atención, de los regalos, de la presencia, a ambos «les falta algo que no pueden recuperar», dice su abuela Esther Robledo.

«Recuerdo que habían pasado dos meses de la muerte de Florencia y Larita estaba en el patio, mirando las estrellas. La llamé para que se bañara y ella dijo’ yo no quiero que me bañes vos, quiero que baje mi mamita y que juguemos como hacíamos en la bañera'», recuerda. «Es tremendo, porque lo que ella me pedía yo no se lo podía dar».

Esther fue catequista, pero después de un episodio dramático, dejó la iglesia para ocuparse de su nieta a tiempo completo. «El cura me dijo que esta era mi forma de servir a Dios, que no había una sola manera», agradece. Entre otros tormentos, Lara quiso quitarse la vida tomando pastillas. Una tía logró llevarla a tiempo al hospital.

Varios pudieron haber sido los motivos de la nena, pero el desencadenante fue el bullying en la escuela. «Ella había defendido a una compañerita, y un chico le dijo ‘Cierto que no te puedo decir nada porque vos sos huérfana‘. Después, se ensañó. ‘Si querés llorar, andá al cementerio’ Los chicos pueden ser muy crueles. La cambiamos de colegio, pero el problema sigue. En este, cuando se quejó porque un nene le había roto un lápiz a propósito, él le dijo ‘Cierto que vos no tenés mamá para que te compre».

Otra ocasión que hace sufrir a Lara es el día de la Madre. «Todos los chicos hacen cositas para las mamis, y ella no la tiene más«, agrega su tía. «La extraña muchísimo».

Esther está a punto de llevarse a sus nietos a otra localidad. Cree que vivir en su casa de Quilmes, la que ella levantó con su esfuerzo, limpiando y cuidando personas ancianas, no es un buen escenario para la recuperación de los chicos. «Fue el último lugar donde ellos vieron a su mamá con vida. Porque ella me los dejó esa noche, antes de que él la matara», explica.

Esther Robledo cría a sus nietos, pero no está tranquila. (Foto: TN.com.ar)
Esther Robledo cría a sus nietos, pero no está tranquila. (Foto: TN.com.ar)

Esther y las tías de los chicos tienen que estar atentas. «Si tengo ganas, no puedo largarme. Delante de ellos tengo que mostrarme fuerte y estar alerta. Hace poco, Valentino, que tiene 15 años, me dijo que había tenido un episodio de pánico en el baño del colegio, antes de actuar en una obra de teatro, y a las pocas horas ya estaba en una consulta psicológica», revela.

Por otro lado, el hijo mayor de Florencia tiene una firme vocación: quiere seguir administración de empresas.

Lara, en cambio, ama el arte. Empezó a estudiar dibujo con una profesora y según Esther «está feliz». Al principio, las figuras de animé que inventaba y reproducía estaban vestidas con colores oscuros y tenían cicatrices sangrantes. Ahora, en cambio, los llena de colores y se representa a sí misma con su hermano y sus primos y primas.

Con el cobro de la pensión por la Ley Brisa de Valentino, que se había retrasado, Esther le compró a Lara un dispositivo electrónico para dibujar. Los hermanos se llevan bien. «Se adoran, pero se pelean también, como todos», admite.

Esther está maravillada de las similitudes entre su hija Florencia y Lara. «Sale del baño en vuelta en un toallón, como la madre, se mueve como si se llevara el mundo por delante, pone las piernas sobre la mesa como ella. Cosas que no pudo haber visto para imitar: es como si Florencia estuviera presente dentro de esa nena».

La tía de Lara la trata como si fuera una hija más. No solo ella sino también sus hermanas. «Yo la llevo al médico, me ocupo de la escuela, de los trámites, la escucho. Las otras tías que trabajan en tiendas de ropa le mandan fotos de cada cosa nueva que entra y si le gusta, se la compran. Se necesita toda una familia para sacar adelante a esos chicos que quedaron huérfanos. Pero nada es suficiente«.

La próxima mudanza a un lugar lejano tiene razones concretas. Esther y Fernanda tienen miedo. El femicida, desde la cárcel, le envía mensajes a su nueva pareja diciéndole que saldrá pronto. Y cuando el activismo de Esther y su hija lo enfurece, comenta que «si pudo deshacerse de dos, podrá deshacerse de cuatro».

«Mi peor miedo es que él aparezca. Lara le pidió a su tía que le muestre una foto de su papá, porque si se le pone delante, no sabría quién es. Ella se quiere sacar su apellido. No tiene que llevar el nombre de un asesino». Además, es posible que si sale en libertad el asesino pida la revinculación con su hija y se la concedan. Fernanda no duda: «Con el estado de la justicia hoy, eso es muy probable».