Impuesto al efectivo: por qué la solución propuesta no toca la informalidad y sí tu bolsillo

Roque Guillermo Benedetto
En los últimos días se instaló una idea que hizo explotar las redes y los noticieros: cobrar un impuesto del 10% cada vez que saquemos plata del cajero o por ventanilla. Dicho en criollo: ponés $10.000, te da $9.000. Esa es, simplificada, la propuesta del economista Emmanuel Álvarez Agis, exviceministro de Economía, que plantea reemplazar el impuesto al cheque por un impuesto al efectivo para desincentivar el uso de billetes y empujar los pagos digitales.
La discusión no es menor, porque no se trata solo de un tecnicismo tributario: toca de lleno el bolsillo de la gente, la forma en que compramos todos los días y el viejo problema argentino de cómo recaudar sin seguir destruyendo el poder de compra.
Cada tanto aparece una propuesta que promete ordenar el sistema tributario, modernizar los pagos y “mejorar la recaudación sin afectar a la gente”. Ahora se habla del impuesto al efectivo: cobrar cada vez que una persona saque plata del cajero o por ventanilla, con el argumento de que así se podría ir dejando atrás el impuesto al cheque y empujar el uso de pagos electrónicos.
Todo el análisis que sigue se concentra precisamente en esa formulación más extrema y generalizada de la idea, tal como fue presentada en el debate público. La lógica que propone Álvarez Agis es más o menos así: “Si encarezco el efectivo, la gente va a preferir pagar con medios electrónicos y eso obliga al comercio a blanquearse y como a la vez bajo impuestos al que ya está formal, no sube la presión tributaria total, solo se redistribuye.”
En paralelo, datos oficiales muestran que alrededor del 40% de los trabajadores está en la informalidad, lo que significa menos aportes, menos impuestos declarados y una carga cada vez más pesada sobre los que sí están en blanco y es sobre ese diagnóstico real de alta informalidad donde se monta la propuesta.
Decididamente no soy un “anti impuesto” o “nostálgico del efectivo”, pero lo que en el diseño de escritorio puede sonar prolijo, en la práctica alcanza con pensarlo dos minutos para ver a quién le llega la cuenta.
El impuesto al cheque: el “parche” que se volvió columna del sistema
Para entender por qué se plantea reemplazarlo, hay que mirar primero el impuesto que ya existe. El impuesto a los débitos y créditos bancarios, más conocido como impuesto al cheque, nació como algo transitorio y terminó siendo una pieza clave de la recaudación nacional. Entre enero y octubre de 2025 este impuesto aportó alrededor de 11,3 billones de pesos, cerca del 7,5% de todos los ingresos que recauda la ARCA (ex AFIP).
Es decir: por un lado es distorsivo, porque castiga el movimiento de dinero exteriorizada dentro del sistema bancario; pero al mismo tiempo es una caja enorme sin la cual el presupuesto nacional no cierra.
Un informe del IARAF, retomado por el mismo medio, pone un baldazo de realidad: cumplir el objetivo del “Pacto de Mayo” de ir eliminando los cinco impuestos más distorsivos (retenciones, impuesto al cheque, Ingresos Brutos, Sellos e incluso tasas municipales sobre ventas) podría llevar casi una década, combinando crecimiento económico y baja del gasto público como porcentaje del PBI, es decir, no se trata solo de decidir qué impuestos bajar o eliminar, sino también de discutir qué Estado queremos financiar y con qué calidad de gasto.
Es justamente en este contexto, donde aparece la idea del impuesto al efectivo, con el cual se promete dejar de cobrar en el movimiento bancario para empezar a cobrar cuando se retiran billetes y lo que sobre el papel parece un “cambio de forma”; en la vida diaria, cambia el momento preciso en que se mete la mano en el bolsillo del contribuyente.
¿Qué significa en la vida real?
Imaginemos una escena cotidiana: cobrás tu sueldo o tu jubilación, vas al cajero, retirás lo que necesitás para los gastos de la semana y, en ese momento, se aplica un porcentaje sobre ese retiro.
No importa si ya pagaste Ganancias, si sufriste retenciones en el recibo, si lo que tenés en la cuenta está totalmente declarado, pues lo que se vuelve “hecho imponible” es el simple acto de sacar billetes.
Para la gente común, la traducción es muy directa: ¿Me van a cobrar por usar mi propia plata? y hasta el presidente Milei rechazó la idea con una brutalidad habitual, comparándola con que “un chorro te espere a la salida del cajero y te robe el 10%” y más allá de las diferencias políticas, la comparación refleja algo que cualquier ciudadano siente intuitivamente.
¿Contra quién iría realmente este impuesto?
Otro ángulo de análisis lo aporta Guillermo Michel, ex titular de Aduana, al plantear que el impuesto al efectivo no nació en un laboratorio “progresista” sino en el lobby bancario: ya que según él, ya en los años ‘90 y en gestiones anteriores los bancos pedían gravar el retiro de efectivo para abaratar el costo de mover y custodiar billetes.
Ahí está el núcleo del problema, pues en Argentina, el efectivo no es un capricho ni una excentricidad, sino la forma en que mucha gente se organiza para llegar a fin de mes.
Dependen del efectivo, por ejemplo, jubilados que retiran la totalidad de sus haberes del banco; trabajadores que necesitan manejar billete para no desbordarse a mitad de mes; comercios de barrio sin posnet, sin QR o con mala conectividad; y familias que solo pueden comprar donde se acepta efectivo.
¿Esas personas son evasoras? Claramente no: son la parte más frágil y más visible del sistema. Es cierto que no todo retiro de efectivo es inocente: hay zonas grises donde se mezclan operaciones formales con maniobras de evasión, retiros desde cuentas de empresas, monotributistas sobredimensionados, etc., pero incluso admitiendo esa complejidad, un impuesto masivo, plano y de alta alícuota como el que se ha sugerido, golpearía primero al universo más fácil de alcanzar: ese conjunto de perceptores de ingresos que el fisco ya tiene plenamente identificado, que usan el cajero para vivir, no para fugar capitales.
En cambio, el efectivo “pesado”, el de las grandes maniobras que alimentan la evasión real, casi nunca pasa por cajeros, pues suele moverse por fuera del circuito bancario y, tal como está pensada la medida, no pagaría nada.
Es decir: el impuesto al efectivo se concentraría sobre el sector formal, bancarizado y visible, mientras que el efectivo que circula totalmente por fuera del sistema seguiría sin ser alcanzado.
Lejos de orientar la presión fiscal hacia los circuitos de evasión más complejos, el gravamen sobre las extracciones bancarias se concentra en el segmento más sencillo de alcanzar: familias y pymes que facturan, cobran por banco y necesitan liquidez para afrontar sueldos, impuestos, alquileres y pagos a proveedores.
¿Por qué esta idea gana espacio?
Porque resuelve problemas de otros actores, pero no de la gente común.
Para el sistema financiero, el efectivo es caro porque implica transporte de caudales, carga y mantenimiento de cajeros, seguridad y reposición permanente. Si retirar efectivo se vuelve más costoso para el usuario, muchas personas se verán empujadas a usar tarjeta, transferencias, billeteras virtuales y significaría para los bancos más depósitos dentro del sistema, más operaciones digitales, más comisiones y más servicios.
En este punto es importante ser claros: promover los pagos electrónicos y la bancarización puede ser deseable, tanto por comodidad como por transparencia; pero el problema no es la digitalización en sí, sino quién paga el costo de esa transición: si la financian principalmente los grandes jugadores del sistema y un Estado que revisa su gasto, o si se traslada casi íntegro al bolsillo de quienes ya perciben y declaran sus ingresos a través del sistema bancario.
Para el Estado, el impuesto al cheque hoy es una caja importante y nadie se anima a eliminarlo de golpe sin una fuente de recaudación que lo reemplace, apareciendo el impuesto al efectivo como una alternativa moderna, que en el fondo cumple el mismo objetivo: sostener los ingresos fiscales con otro nombre.
Y aquí aparece un riesgo conocido: en Argentina, los impuestos de reemplazo suelen terminar sumándose a los existentes y lo que nació para sustituir, muchas veces termina conviviendo.
La pregunta clave: ¿esto resuelve algún problema real?
No estoy contra la bancarización, estoy contra que el costo de esa transición lo pague siempre los mismos, pues conviene mirar los objetivos que se mencionan y cotejarlos con los efectos previsibles.
Si la meta es bajar la informalidad, un impuesto al efectivo no es eficaz: porque la economía en negro puede seguir operando por fuera de los bancos y no se ve obligada a pasar por un cajero.
Si la meta es aliviar a quienes están ahogados, el resultado es el contrario, ya que se agrega una carga más, justo sobre ingresos formales ya sometidos a imposición previa.
Si la meta es modernizar los pagos, no es imprescindible cobrarle a la gente por retirar su dinero, ya que se pueden incentivar los medios electrónicos con beneficios, reintegros y costos más bajos, en lugar de penalizar el uso de billetes. La cuestión no es efectivo sí o efectivo no, sino cómo se construye un sistema de pagos más moderno sin que la factura la paguen siempre los mismos.
Dicho sin rodeos: el impuesto al efectivo castiga al que está inscripto y no toca al que está afuera del sistema y si bien es un impuesto fácil de cobrar, cómodo para el fisco y funcional al sistema financiero, pero injusto para la persona que ya paga todo lo que tiene que pagar.
¿Qué pide de verdad la gente?
La sociedad no está reclamando fórmulas tributarias ingeniosas, pide algo mucho más simple y razonable: menos carga sobre el consumo y el ingreso básico; menos medidas que se presenten como “modernización” pero terminan restando poder de compra; menos impuestos que caen, una y otra vez, sobre quienes cumplen y no tienen cómo defenderse.
Ese es el punto de fondo: no se rechaza la necesidad de que el Estado tenga recursos; se reclama que la discusión sea completa, incluyendo qué impuestos, qué gasto y qué prioridades, en lugar de buscar siempre la salida rápida en el mismo bolsillo.
¿En qué países cobran por sacar efectivo?
En Pakistán, por ejemplo, el recargo se aplica como un anticipo del impuesto a la renta y sólo alcanza a quienes no están inscriptos como contribuyentes y retiran montos grandes en efectivo, apuntando a movimientos sospechosos de dinero, no a la jubilada que va al cajero a principio de mes.
En India pasa algo parecido: la ley prevé una retención sobre retiros de efectivo, pero recién cuando la suma anual supera cifras millonarias; a partir de ahí se aplica un porcentaje, mayor aún si la persona ni siquiera presentó declaración de impuestos. No es un impuesto para el uso cotidiano del cajero, sino para controlar grandes volúmenes de efectivo.
Hay también casos puntuales ligados a crisis o cargos muy bajos. En Grecia, en plena crisis financiera de 2015, se aplicó por un tiempo un pequeño recargo por cada 1.000 euros retirados, como parte de un paquete de emergencia para sostener a los bancos y en Irlanda, en cambio, existe un cargo fijo muy reducido por cada extracción en cajero, encuadrado como impuesto de timbre, con un tope anual de apenas unos pocos euros por tarjeta.
En todos esos casos -solo 4 casos encontré-, el retiro de efectivo se toca con bisturí, sobre montos altos o situaciones específicas, sin embargo lo que se discute en Argentina es usar una topadora sobre el retiro de efectivo común de salarios y jubilaciones.
Un impuesto que se cobra cada vez que una persona saca plata del cajero no necesita grandes teorías para ser discutido: alcanza con mirar quién paga, quién no paga y qué problema concreto se pretende resolver. Si los que terminan alcanzados son, otra vez, quienes cobran su sueldo o su jubilación por banco y necesitan el efectivo para llegar a fin de mes, y los que quedan prácticamente afuera son quienes mueven dinero por fuera del sistema, algo en la lógica de la medida está mal planteado.
La gente no necesita un impuesto nuevo escondido detrás de la palabra “efectivo”, necesita que, de una vez, se discuta en serio cómo aliviar a quienes viven de su trabajo o de su jubilación, cómo ordenar un sistema tributario lleno de parches y cómo financiar al Estado sin seguir cargando siempre sobre los mismos bolsillos. Un esquema que evita revisar el gasto y la carga efectiva sobre los sectores de mayor capacidad contributiva, pero agrega un impuesto adicional al uso cotidiano de ingresos formales por parte de hogares y pymes, no moderniza el sistema tributario: perfecciona su capacidad de erosionar, de manera silenciosa, el poder de compra y la actividad productiva.
Mientras ese debate no se dé en serio —con impuestos, gasto público y prioridades arriba de la mesa—, estas ideas pueden presentarse como modernas o sofisticadas, pero en la vida real terminan siendo otra vuelta de tuerca sobre la economía del trabajador, del jubilado, de las pymes y del comercio chico y es en ese punto, la supuesta “innovación” deja de ser una reforma genuina y pasa a ser, simplemente, un incremento de la presión sobre quienes ya están plenamente identificados, cumplen con el sistema y sostienen, con sus ingresos formales, el consumo y la actividad cotidiana.
(*) Benedetto es Contador Público, Abogado y Escribano. Esta columna fue publicada originalmente en El Entre Ríos.


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