La historia del victoriense Beto Reggiardo "Bandidos sin ley"
Anticipo exclusivo de «Bandidos sin ley», el nuevo libro de Daniel Enz
El 18 de abril salio el nuevo libro de Daniel Enz, Bandidos sin ley, sobre la historia no contada en torno a la herencia del hacendado victoriense, José Alberto Reggiardo. El nuevo trabajo del director de ANALISIS -el noveno que ve la luz-, consta de 14 capítulos, un anexo documental y el Prólogo a cargo del reconocido escritor argentino, Martín Caparrós. Todo ello reflejado en un total de 410 páginas, donde se cuentan detalles poco conocidos de la vida y la muerte de Reggiardo; cómo fue el plan organizativo y mafioso de inescrupulosos abogados y escribanos para apropiarse y vaciar una herencia de más de 50 millones de dólares, al igual que la lucha del heredero para tratar de recuperar lo robado, en medio de pujas de poder, que comprendió a letrados, funcionarios y magistrados, lo que se constituyó en uno de los casos más vergonzosos en Entre Ríos, en torno al rol del Poder Judicial, en las últimas décadas. En esta nota, parte del capítulo primero, titulado El fuego de la muerte, como para ingresar a una historia de mafia, muertes, robo, desvío de dinero, suicidios y locura.
El fuego de la muerte
Esa mañana de julio era bellísima. Había caído algo de rocío y ver el campo desde la ventana de la estancia El Cerro era lo más parecido a una postal europea. No había nubes ni viento en esa zona de Colonia Celina, en Paraná Campaña. “Hoy es un día especial para volar”, pensó José Alberto Reggiardo, fanático de aviones y helicópteros de toda la vida. También se dijo que lo mejor era no comentarle nada a su mujer. Hacía mucho tiempo que no volaba y ella seguro se iba a enojar, pensó el hacendado de bajo perfil que siempre se ufanó de tener a sus pies a todo aquél que estuviera a su alrededor. “Los años no vienen solos y quizás es hora de empezar a ceder en algunas cosas”, justificó para sí.
El viejo helicóptero Bell 47- GA4, de doble comando, hacía mucho tiempo que estaba guardado en el hangar de la estancia comprada en 1958, después de que se fuera la Papelera del Plata. Reggiardo ponía la aeronave en funcionamiento dos o tres veces al año dentro del campo y él en persona hacía los controles mínimos. Para entonces, en su círculo íntimo se sabía que hacía exactamente un año que no la utilizaba. La última vez había sido para ir hasta un sector lejano del campo a ver cómo había quedado la línea de alambrado. “De arriba siempre se ve mejor”, repetía el hombre.
El helicóptero no tenía los controles de la empresa estadounidense y, en verdad, BetoReggiardo -como todos lo conocían en la región- quería sacárselo de encima antes de que lo sancionaran por las irregularidades y se complicara la venta. Por eso esa semana había comprado la nueva hélice de cola y estaba por ordenar su cambio, con la idea de dejar al helicóptero lo más coqueto posible. Pensaba en venderlo o en entregarlo como parte de pago de un Bell nuevo, para lo cual había hecho contacto con las firmas Timen y Helicenter, ambas con sede en Don Torcuato.
Luisa Etelvina Arrúa -quien acompañó a Reggiardo durante 26 años, aunque nunca contrajeron matrimonio- observaba con cierta sorpresa los movimientos del empresario esa mañana en el hangar de la estancia, ubicado a unos 150 metros del casco principal. El Cerro estaba a escasos kilómetros de la localidad de Cerrito y a otros tantos de la capital entrerriana. Era un campo de 4.000 hectáreas pegado al río Paraná, con extensas plantaciones de eucaliptos y álamos, por el cual alguna vez iba a pasar la represa del Paraná Medio, frente a la isla del Chapetón.
–¿Vos no estarás por volar, no? – le preguntó a Reggiardo la mujer cerca del mediodía, mientras se refregaba las manos, sin ocultar su malestar.
–Estoy viendo el helicóptero, pero no sé todavía si voy a salir. Aunque está lindo el día… – contestó el hombre.
–Bueno, si te decidís llevame con vos; no me dejes abandonada por acá.
–No, eso no. Tengo pensado sacarte a pasear por tu cumpleaños. Ya faltan pocos días…
Era el 1 de julio de 1998 y el 6 Luisa cumplía años. La mujer volvió a la cocina a terminar de limpiar y se le fue de las manos un vaso que estaba secando al oír el ruido del motor del helicóptero. “Y va a salir nomás”, pensó resignada. Cuando a Reggiardo se le ponía algo en la cabeza, no había forma de hacerlo cambiar de opinión. Luisa primero se puso algo nerviosa, pero enseguida intentó tranquilizarse. “Sabe lo que hace, tiene muchas horas de vuelo y no le va a pasar nada”, pensó en voz alta. Reggiardo tenía 73 años, pero una lucidez envidiable. Contaba con licencia de piloto privado de helicóptero, de avión y de planeador. Su examen psicofísico estaba vigente hasta el 28 de septiembre de ese año.
Luisa creyó que iba a volar solo, pero estaba equivocada. Esperaba a Reggiardo en el hangar Carlos Alberto Carmona, un piloto retirado del Servicio Penitenciario bonaerense que había estado por el campo el día anterior y con quien el hacendado había mantenido una reunión en el aeródromo de Don Torcuato, cerca de Capital Federal. Al parecer, hacía algún tiempo que ambos hombres se conocían, a través de un amigo en común que había sido instructor de Reggiardo.
Carmona quería comprar el helicóptero Bell -fabricado en 1947, pero con no más de 500 horas de uso-, pero Reggiardo, que siempre se ocupaba de averiguar la historia de cada persona que se le acercaba, sabía perfectamente que el ex penitenciario no disponía del dinero suficiente. Carmona había llegado hasta El Cerro en años anteriores a ver el helicóptero, pero esta era la primera vez que Reggiardo se lo iba a mostrar. Hacía más de 20 años que había comprado la aeronave, en 1977, en un remate de bienes del Banco de la Ciudad, luego de que estuviera en manos de personal de Gendarmería Nacional.
Carmona había llegado a ver la máquina e, incluso, trajo consigo una batería prestada para colocarle al Bell. Aunque se quedó a comer el guiso de lentejas que había cocinado Luisa Arrúa, el visitante nunca mencionó que tenía previsto quedarse y la mujer entendió que se había ido.
–¿Cuánto hace que no lo vuela? – preguntó Carmona a Reggiardo cuando iban caminando hacia el hangar.
–No más de dos meses, pero quédese tranquilo. Lo mío siempre fue la aviación. Vuelo este helicóptero y vuelo también el avión que tengo en el campo de Victoria. Esto es pan comido para mí.
Don Beto ordenó a sus empleados que sacaran el helicóptero rojo y blanco del hangar, donde permanecía guardado junto a un Ford Fairlane impecable, una Ford Ranger y uno de los dos Cadillacs presidencialesn-uno que usaba a Arturo Frondizi y otro en el que se trasladaba Juan Domingo Perón- que Reggiardo había adquirido en años anteriores. Retiraron el helicóptero del galpón y quedó ubicado con el viento de costado.
–¿No le parece mejor colocarlo enfrentado al viento? – sugirió Carmona.
–Ustedes en Buenos Aires vuelan de una manera; yo en mi estancia vuelo como quiero – contestó tajante el dueño de casa
–Don Beto, disculpe, pero acá veo que le está faltando algo de grasa en la caja de cola… – insistió Carmona.
–¿Usted cree que yo no conozco mi propio helicóptero? – desafió Reggiardo y puso en marcha el motor por unos instantes. Luego lo apagó y le cargó en el tanque izquierdo del Bell tres bidones de 20 litros de combustible no muy llenos que fue trasvasando desde un tambor.
–¿No le pone combustible en los dos tanques, para equilibrar el peso? – consultó Carmona.
–¿Y usted no sabe que el combustible se pasa automáticamente de un tanque al otro? – fue la respuesta del hacendado, a esa altura algo molesto por las sugerencias de su invitado, que ensayó una explicación técnica que no fue escuchada. Reggiardo se ubicó en el asiento de la izquierda, volvió a poner en marcha la antigua máquina y le ordenó a Carmona que también subiera. El visitante se instaló en el lugar del copiloto ignorando que hacía 15 años que el helicóptero no tenía mantenimiento.
Apenas el Bell despegó, a la distancia Luisa percibió la falla del motor. Había acompañado a Reggiardo en sus vuelos durante años y tenía el oído afinado. Alcanzó a verlo piloteando, sentado como siempre a la izquierda, pero nunca se enteró de la presencia de Carmona. “Levantá, levantá, levantá…”, repitió en voz alta cuando observó que la aeronave de alas rotativas apenas había ascendido unos 15 metros y estaba por chocar contra las copas de los eucaliptos.
Una abrupta maniobra hizo que solamente rozara las ramas y también los cables de alta tensión que llegaban a la estancia. La intuición, y también el conocimiento de la situación, hicieron que la angustia se fuera apoderando de Luisa en milésimas de segundo. En medio del silencio de la tarde campestre, ella escuchó cómo el helicóptero se fue desmoronando. El motor de la hélice se apagó lentamente, con ese latigazo característico del sonido de una máquina averiada, y luego llegó el impacto. El helicóptero se incendió automáticamente al golpear la paleta principal contra la tierra, cerca de la tranquera de ingreso al campo, a unos 700 metros de la residencia, entre los gritos de los peones que observaban la dramática escena. La explosión no se hizo esperar.
El fuego se produjo por la rotura y el derrame del tanque izquierdo sobre el motor caliente -lo que afectó seriamente a Reggiardo, que estaba de ese lado- y consumió buena parte de la cabina, el motor y la caja de accesorios.
Carmona pudo salir cuando se quebró la burbuja transparente y se alejó del fuego. Reggiardo quedó atrapado y recién zafó cuando Carmona lo arrastró hacia afuera tirando de su brazo derecho, con la totalidad del cuerpo encendido por las llamas. El hombre estaba como resignado, atontado por el golpe y la voracidad del fuego que lo envolvía. Ese último manotazo impidió que se consumiera dentro de la aeronave, totalmente destruida por el golpe. Carmona lo tiró al suelo y lo hizo rodar en la tierra en un intento fallido por apagar el fuego. Tuvo que sacarse la camisa para pegarle contra el cuerpo, a la vez que le arrancaba la ropa de nylon, chamuscada y adherida a la piel de Reggiardo.
Nadie podía entender muy bien esa escena de película, en la que un hombre poderoso, con experiencia como piloto, que siempre se ufanaba de sus horas de vuelo, estaba envuelto por el fuego al borde de la muerte por una negligencia absurda.
Luisa salió a los gritos corriendo desesperada de la casa. Había escuchado la explosión y solamente veía un humo denso del otro lado de los árboles, pero no podía divisar la magnitud de la tragedia. Fue interceptada en su carrera por uno de los peones, que la subió a otra camioneta para llegar rápidamente al lugar del accidente, donde la situación era caótica. Reggiardo estaba tirado en el pasto, irreconocible, casi desnudo y boca abajo. Únicamente se le veían los ojos claros.
–Me quedé sin colectivo… –intentó explicarle a su mujer cuando ella se acercó, como queriendo remarcarle que había perdido el control.
–Quedate tranquilo, no hables mucho, no te esfuerces – le dijo suavemente Luisa.
-Traéme jugo por favor, algo de jugo – le pidió él.
Luisa se volvió al casco de la estancia, buscó una caja de jugos Ades que había allí, agarró el teléfono celular y emprendió el regreso. Intentó llamar a la Policía, pero los nervios la traicionaban. Tuvo que asistirla uno de los empleados. Antes de que lograran comunicarse, los uniformados estaban llegando al lugar. Habían escuchado la explosión y observado el humo espeso que se iba perdiendo entre las nubes.
Pese a la situación en que se encontraba, Don Beto daba órdenes, como si no hubiera pasado nada, lo que, en principio, le devolvió el alma al cuerpo a Luisa. “Váyase Carmona; que no lo vea la Policía”, le dijo una y otra vez a su compañero. El piloto bonaerense aún estaba conmocionado por lo sucedido y quería colaborar. “¡Váyase carajo, hágame el favor!”, le insistió Reggiardo levantando la voz. Carmona tenía solamente algunos golpes y pequeñas lastimaduras en el cuerpo. Se dio cuenta de que no disponía de margen para discutir y decidió irse. En el camino se cruzó con un peón con el que había hablado antes y le preguntó cuánto hacía que no se usaba el helicóptero.
–Yo estoy trabajando acá hace unos cinco años y nunca lo ví volar – contestó el hombre.
–La puta madre que lo parió –masculló Carmona lleno de bronca.
Un molinero de la zona lo llevó en su camioneta hasta la estancia, donde se lavó la cara y se largó a llorar como un niño. Luego lo trasladaron hasta el centro asistencial para que lo revisaran. “Quiero que me vean las manos porque me las quemé al retirarlo a Don Beto”, pidió el piloto.
–¿Vive por la zona? – le preguntó la enfermera.
–No. Soy nacido en Neuquén, pero hace tiempo vivo en Buenos Aires – respondió Carmona.
El penitenciario nunca se identificó en el centro asistencial, pero quienes estaban allí se dieron cuenta después cuando ya se había ido.
“Ustedes retiren los restos del helicóptero y escondan todo entre la maleza”, ordenó Reggiardo a los peones. Uno había llegado al lugar con un tractor al que ató lo que quedaba de la aeronave y siguió las órdenes del patrón. Todo ocurrió ante la presencia de los policías, que de inmediato se subordinaron a las directivas de Reggiardo, con quien mantenían una relación de amistad de años. “No hay que dejar entrar a nadie a la estancia hasta que José disponga lo contrario”, repitió Luisa, instruida por Reggiardo que le hablaba al oído.
El hacendado nunca se movió de su posición y su mujer le daba líquido cada vez que se lo requería. Varios de los policías amigos se le acercaban y lo alentaban. “Tranquilo viejito que va a salir todo bien y la semana que viene nos comemos ese asadito que venís prometiendo”, le dijo uno de ellos.
–¿Usted iba sólo, Don Beto? – le preguntaron los policías.
–Sí, m’hijo, iba solo. ¿Con quién carajo quiere que vaya? – fue la tajante respuesta.
Nunca se supo, a ciencia cierta, por qué el hacendado trató de ocultar la presencia de su acompañante.
Reggiardo no podía tomar conciencia real de la gravedad del cuadro e intentaba sonreír cada vez que le hacían una chanza. Cuando llegó el médico policial, se encontró con un panorama preocupante: el hombre tenía quemaduras de primer y segundo grado en la cabeza, cuello, hombros, ambas manos, dorso, zona glútea y casi la totalidad de las piernas. Tenía afectado el 75 por ciento del cuerpo y aparentaba haber sufrido daños internos por el fuego que había entrado por su boca.
Lo quisieron trasladar en el helicóptero Mosquito de la Policía de Entre Ríos, pero no pudo entrar la camilla, por lo cual lo subieron a la ambulancia. Fue derivado de inmediato al sanatorio La Entrerriana de Paraná, donde apenas ingresó fue puesto en coma barbitúrico, con respiración mecánica asistida. Al día siguiente lo derivaron y fue llevado en avión – ambulancia al Instituto del Quemado de Córdoba, con cuyo principal accionista tenía una relación de amistad.
La Junta de Investigaciones de Accidentes de Aviación Civil -dependiente de la Fuerza Aérea Argentina- fue contundente a la hora de elaborar un informe in situ. Allí, inicialmente, se cuestionó la “inactividad” de Reggiardo en vuelos de helicóptero, que no debe extenderse por más de 90 días. También se objetó la actitud de ordenar el ocultamiento de los restos del Bell en un cañadón cercano y cubierto por ramas y se reveló que en la máquina “se encontraron bulones y partes oxidadas; falta de lubricación, bulones flojos y falta de frenado en las tuercas del conjunto del rotor de cola, con posible falta de tensión en los cables de control del rotor; carencia de documentación historial, de inspecciones periódicas y, como consecuencia, incumplimiento de los boletines de fábrica; mantenimiento ineficaz efectuado personalmente por el propietario, sin tener habilitación técnica, ni la documentación correspondiente imprescindible para esa tarea”.
En cuanto al combustible utilizado, el laboratorio oficial de El Palomar determinó que era aeronafta 87 octanos, “pero estaba contaminada con agua. El piloto -se acotó- cargó nafta personalmente, usando embudo con filtro de gamuza, pero trasladaba el combustible en bidón, lo que es un método no aceptado en aeronáutica”.
José Alberto Reggiardo falleció el domingo 5 de julio de 1998 a las 15.30 en el Instituto del Quemado de Córdoba, como consecuencia de las “quemaduras externas” provocadas por el accidente que le cubrían casi la totalidad del cuerpo. Ese mismo día fue trasladado a la morgue judicial y luego a Victoria.
El lunes a la mañana, un hombre llegó a la clínica y preguntó por su estado de salud. Quería verlo y, si era posible, hablar con él. “No señor, el paciente falleció ayer”, le informaron en la administración del instituto.
–Perdón, ¿y usted quién es? –inquirió la empleada.
–No, nadie. Simplemente un familiar que lo quería ver.
Mario Calderón se acomodó los anteojos, saludó formalmente y se retiró a paso lento.
Ficha técnica: Bandidos sin ley. Autor: Daniel Enz. Prólogo: Martín Caparrós. Fotos: Sergio Ruiz. Diseño de tapa: Fabiola Claret. Diseño interior: Virginia Blanco. Editora del NEA. Catorce capítulos, 410 páginas.
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