Horacio Rosatti en Perfil

El presidente de la Corte Suprema de Justicia Horacio Rosatti en la sede de Perfil.

No todas las decisiones judiciales producen la misma resonancia pública ni el mismo impacto interior en quienes las firman. Algunas confirman criterios, consolidan doctrinas o clausuran debates previsibles. Otras, en cambio, dejan una huella más profunda: no por su complejidad técnica, sino por la tensión moral que revelan entre el deber jurídico y la conciencia personal. A esa zona incómoda, poco explorada en el discurso institucional de los magistrados, se refirió Horacio Rosatti, presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en una entrevista concedida a Jorge Fontevecchia y que fue publicada en el portal de Perfil y replicada en ANÁLISIS.

La pregunta inicial estaba centrada en la reacción política generada tras la ratificación de la condena a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner en la causa Vialidad. Sin embargo, Rosatti decidió ampliar el foco y reflexionar sobre algo más profundo: el peso subjetivo de ciertas sentencias y el impacto que producen en quien debe firmarlas. “Los jueces, a veces, firmamos sentencias que nos dejan pensando mucho tiempo o nos dejan en una situación de mortificación”, reconoció, alejándose deliberadamente del tono autosuficiente que suele asociarse al máximo tribunal.

La palabra “mortificación” no es casual. En el lenguaje jurídico es infrecuente; en el humano, es precisa. Remite a una incomodidad persistente, a una herida que no se cierra del todo, aun cuando la decisión haya sido jurídicamente correcta. Rosatti fue explícito al aclarar que ninguna condena judicial genera felicidad: “Nunca una condena a uno lo va a dejar con una situación de felicidad”. Incluso cuando el juez está convencido de haber obrado conforme a derecho, el acto de juzgar implica siempre un costo.

En el caso de la condena ratificada en Vialidad, el presidente de la Corte relató una jornada atravesada por la responsabilidad institucional y la rutina personal: la firma del fallo, la coordinación con sus colegas, la simultaneidad con su vida académica – “estoy cursando el doctorado en filosofía”- y el cierre íntimo del día. “A la noche, cuando me fui a dormir dije: cumplí con mi deber, nada más”. La frase condensa una ética judicial austera: no hay épica, no hay celebración, solo el cumplimiento de una obligación institucional.

Sin embargo, la reflexión más intensa de Rosatti no estuvo ligada a una condena confirmada, sino a una decisión que produjo el efecto contrario: la liberación de una persona condenada por abusos sexuales contra menores debido a la prescripción de la acción penal. Aunque el juez no mencionó el nombre, la referencia al caso del ex sacerdote Justo José Ilarraz es inequívoca, tanto por el contenido como por el impacto social que tuvo la decisión de la Corte Suprema.

Es importante aclarar que esa prescripción de ninguna manera equivale a una declaración de inocencia concreta sobre los hechos ocurridos, sino que la Corte consideró que, según la ley vigente y los plazos procesales, la acción penal estaba extinguida.

“Un fallo que me dejó muy mortificado”, admitió Rosatti, y se apresuró a aclarar que no se trató de un arrepentimiento. La precisión es importante: no hay duda sobre la corrección técnica del fallo, pero sí hay una carga moral que permanece. “No es que me haya arrepentido porque hice lo que tenía que hacer”, explicó, marcando una distinción central entre legalidad y deseo, entre norma y sentimiento.

La causa estaba prescripta. Ese dato, frío y objetivo, fue el que determinó la decisión. Allí aparece la tensión que atraviesa todo el razonamiento: la certeza de la culpabilidad, la existencia de pruebas, el daño irreparable a las víctimas y, al mismo tiempo, la obligación constitucional de aplicar la ley tal como está escrita.

Rosatti lo formuló con crudeza: “Esa tensión moral que uno tiene de decir, hago lo que debo, hago lo que quiero, hago lo que siento, y uno tiene que hacer lo que debe”. En esa frase se resume una concepción clásica del rol judicial, heredera del positivismo jurídico, pero atravesada por una sensibilidad contemporánea que no desconoce el impacto social de las decisiones. El juez no actúa según su deseo ni según su emoción; actúa conforme al deber que le impone el orden jurídico.

Para el contexto argentino -y particularmente para Entre Ríos, donde el caso Ilarraz dejó una marca profunda en la relación entre justicia, Iglesia y sociedad- esta reflexión no es menor. La prescripción de delitos sexuales contra menores ha sido uno de los puntos más cuestionados del sistema penal, y ha impulsado reformas legislativas destinadas a ampliar plazos o declarar la imprescriptibilidad de ciertos delitos. Sin embargo, la Corte no legisla en el sentido nato: aplica la ley vigente al momento de los hechos.

Rosatti lo sabe y lo asume. “Aún hoy, pasaron varios meses, sigo repensando ese tipo de situación, pero considero que actué correctamente”, afirmó. El verbo “repensar” es clave: no hay clausura emocional, no hay cierre definitivo. La sentencia se firma, se publica y se ejecuta, pero el conflicto ético persiste en la conciencia del juez.

Este punto introduce una dimensión poco habitual en el discurso judicial público: la admisión de la duda moral como parte del ejercicio de la magistratura. No se trata de relativizar la decisión ni de cuestionar su validez jurídica, sino de reconocer que el derecho, aplicado a conflictos humanos extremos, no siempre ofrece respuestas satisfactorias desde el punto de vista ético.

En ese sentido, la respuesta de Rosatti hay que inscribirla para que inspire un debate más amplio en el campo de la filosofía del derecho: la relación entre legalidad y justicia, entre norma y moral, entre seguridad jurídica y reparación simbólica. La prescripción, concebida como garantía frente al poder punitivo del Estado, entra en colisión con la demanda social de justicia frente a delitos que dejan secuelas permanentes y cuya denuncia suele demorarse décadas.

Al exponer esa incomodidad sin estridencias ni justificaciones defensivas, el presidente de la Corte ofrece una clave de lectura relevante para comprender el funcionamiento real del máximo tribunal. No hay automatismos técnicos ni indiferencia; hay conciencia del daño que producen ciertas decisiones, aun cuando sean inevitables desde el punto de vista normativo.

En tiempos de desconfianza hacia las instituciones, este tipo de reflexiones no resuelven los conflictos, pero los iluminan. Muestran que detrás de las sentencias hay personas que deciden bajo reglas estrictas, aun cuando esas reglas produzcan resultados moralmente perturbadores. Y recuerdan que el debate sobre la adecuación de las leyes -especialmente en materia de delitos sexuales- no debe dirigirse únicamente a los jueces, sino también al legislador.

Rosatti no pidió comprensión ni indulgencia. Dijo algo más exigente: que el juez debe hacer lo que debe, incluso cuando eso lo mortifique. En esa afirmación, incómoda y honesta, se juega buena parte del drama contemporáneo de la justicia.