Sebastián Plut

“Esto es la historia de un crimen,

del asesinato de la realidad”.

Jean Baudrillard

I. El procedimiento que utiliza Víctor Klemperer le otorga un lugar indudable en la tradición de Morelli, Freud, Ginzburg y el Abate Pierre. En efecto, entre los lectores del detalle y los buceadores de restos se puede ubicar al autor de La lengua del Tercer Reich. Si los grandes hechos y los acontecimientos más estridentes son insoslayables, también es inestimable el análisis de los pequeños fragmentos inadvertidos, expulsados o que solo en apariencia son insignificantes.

Para comprender cómo el cinismo, la violencia y la indiferencia se introdujeron en el alma y en el cuerpo de millones de europeos fue necesario considerar no solo los discursos de odio, sino también un conjunto amplio de palabras, estructuras sintácticas y recursos retóricos.

Por eso Klemperer dedica diferentes capítulos a significantes como heroico, ciegamente, radiante, eterno, organismo, etc.; para escuchar y leer con lucidez hasta dónde penetraron la ideología y la propaganda nazi.

II. Aunque el origen último no haya sido el pasaje de la Edad Media a la Modernidad, por algún enigmático motivo, del siglo XV al XVI, Erasmo de Rotterdam, Maquiavelo y La Boètie coincidieron, quizá sin saberlo, en una preocupación que también Shakespeare se planteó cuando escribió que “la culpa no es de las estrellas”. Cuánto influyeron el descubrimiento de América, la invención de la imprenta, la peste negra o la caída de Constantinopla, no podemos discernirlo. Sin embargo, no debió ser casual que mientras el neerlandés afirmaba que la pasión funesta de un monarca “se contagia enseguida al pueblo”, el autor de El Príncipe fundamentaba cómo debe relacionarse el gobernante con el pueblo para sostener el poder y, por su parte La Boètie identificaba la función de la voluntad en la propia servidumbre.

Como sea, el interrogante que motivó tantos textos corresponde a una pregunta sobre la transmisión y la traducción: cómo es que la lengua de un gobernante se traduce en lengua de un pueblo, cómo es que una subjetividad singular se transmite en una psicología social, cómo es que un pensamiento se hace cuerpo en millones de personas.

III. Destacamos dos hipótesis de Klemperer en su análisis del nazismo: a) el lenguaje es un indicador del “estado psíquico y espiritual de un pueblo” y b) “las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico”.

Los discursos que combinan odio, negacionismo, irracionalidad, ignorancia y falsedad no solo corrompen los oídos, sino que producen intensas adicciones auditivas. En efecto, tras la percusión constante aparecen miríadas de sujetos que anhelan consumir cada día más esos discursos.

IV. Con frecuencia leemos analogías entre libertarios y nazis. Si dicha frecuencia ya resulta alarmante, los argumentos de los libertarios para refutar la comparación no son menos inquietantes. Por ejemplo, hubo quien, ofendido, bramó “¿Cómo vamos a ser nazis si eran socialistas?” Esta respuesta pone de manifiesto una pronunciada ignorancia; Hitler no solo no tenía un ápice ideológico de izquierda, sino que junto con los judíos, la izquierda fue uno de sus principales objetos de ataque. De todos modos, ¿esa sería su diferencia con el nazismo? Agreguemos que al rechazar tan banalmente las semejanzas solo parecen buscar que no aprendamos de la historia.

Más allá de ese debate, la analogía es solo eso, una analogía, que difiere de una homologación o de la presunción de identidades absolutas. Y tales afinidades, pues, pueden hallarse por ejemplo en el lenguaje: en el uso de ciertos términos, de un conjunto de recursos retóricos y de algunas estructuras sintácticas.

V. Así describió Agustín Laje a los kirchneristas: “El pueblo kirchnerista es lo peor que ha dado la sociedad argentina: vagos, atorrantes, delincuentes, corruptos, parásitos, mentirosos, malas personas, violadores, pedófilos. Es lo peor. Si vos tomás todas las características negativas de una persona, es el pueblo kirchnerista”. Si donde dice “pueblo kirchnerista” ponemos “pueblo judío”, este fragmento no se distingue de la retórica de la Alemania nazi. La sumatoria de: a) los atributos enumerados, b) todos ellos reunidos cual si se presentaran juntos en una misma persona y c) el pasaje de “una persona” a un “pueblo”; es la misma retórica del supremacismo nazi. Hay sí una diferencia que merece ser estudiada: mientras que para Hitler el judío era un intruso en la germanidad, Laje parece considerar, al menos, que al kirchnerismo lo “ha dado la sociedad argentina”.

En otro momento, el tuitero Gordo Dan expuso su posición frente a la expulsión de Ramiro Marra: “Se me pregunta cómo me posiciono frente a esta decisión y la respuesta es la siguiente: le juré lealtad y mi vida al presidente Javier Milei y voy a cumplir ese juramento por él y por la sagrada misión que le ha sido encomendada, superior a todos los hombres. En consecuencia, voy a apoyar cualquier decisión del presidente y del partido”.

La exuberancia y absoluta incondicionalidad de la adhesión al líder, y el carácter supremo y sagrado de la misión asumida, revelan un grado de fanatismo que tampoco se diferencia de lo que se promovió durante el nazismo. Como bien detecta Klemperer, “antes del Tercer Reich, a nadie se le habría ocurrido decir fanático como una valoración positiva”.

VI. Hay, pues, un estilo de lenguaje que combina rasgos, temas y términos específicos. Por ejemplo, la lengua del Tercer Reich se caracterizaba por la simplificación extrema (argumentos infantiles para eliminar el pensamiento crítico), la homogeneidad (monotonía y pérdida de matices diferenciales), la hipérbole permanente (exageraciones, uso de superlativos) y la cuantificación (el uso constante de números y de referencias económicas).

Si tomamos las frases de Milei sobre cómo piensa el país, sus problemas y las soluciones que propone, encontramos numerosas similitudes con la enumeración previa. Por ejemplo, frecuentemente reduce la política económica a comprimir el gasto público, eliminar impuestos y a que cada quien “ofrezca un mejor producto a un mejor precio”. También ha dicho, cuando se le consultó por el rol del Estado en relación con las adicciones, que “si te querés matar, matate, pero no me hagas pagar a mí la cuenta”. O, cuando le preguntaron quién haría un puente en un pueblo si ninguna empresa lo hace, contestó: “si no es rentable no es deseable socialmente”. Agreguemos sus referencias a un (presunto) 17.000% de inflación, al “ajuste más grande de la historia” o su autorreferencia como el “mayor líder mundial del liberalismo”. En síntesis: simplificación, monotonía, hipérbole y cuantificación.

Hay otra manifestación de Milei (reproducida también por sus seguidores) que cobra particular relevancia. Cuando denigra a opositores y periodistas, y alguien objeta sus insultos, él argumenta que “no se bancan el vuelto”. Con esta frase no solo busca justificar su extrema hostilidad (desconociendo su rol institucional y la diferencia posicional), sino que, una vez más, recurre a una empobrecida metáfora económica. Asimismo, propone una lógica que, aunque contiene mucho de infantil, impregna de una mentalidad vengativa al discurso público, y con ello, ya nos introducimos en otro sector de la lengua de los libertarios.

VII. “El estilo válido para todo el mundo –dice Klemperer– era el del agitador que grita como charlatán”. También relata que los periódicos nazis ensalzaban la destrucción como si fuera un acto patriótico y que cada discurso oficial “deformaba una relación pacífica para darle un cariz bélico”.

Con evidente amargura el autor explica, además, el daño que produjo la designación de un número de judíos como “privilegiados” y, con similar sentimiento, advierte que sin solución de continuidad pasaron de hablar de la cultura, del humanismo y la democracia a referirse continuamente al “comportamiento heroico”. En suma, como él mismo señala, “la distinción entre ario y no ario lo dominaba todo”.

La retórica libertaria también recurre diariamente a la arenga bélica, violenta y estigmatizante. Al igual que hace ya más de 80 años, hay quienes en Argentina aplauden y festejan la destrucción, despliegan un odio visceral a los que el gobierno designa como privilegiados (casta, empleados públicos, etc.), y todo se sintetiza en la distinción entre “argentinos de bien” y “zurdos”. Mientras a estos últimos se los amenaza (“van a correr”, “los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta. Zurdos hijos de putas tiemblen”), hay un grupo a los que se los llama “héroes”: los empresarios.

VIII. Así caracterizó Klemperer a Hitler: “La sobreexcitación de la megalomanía vivía en él en continuo conflicto con los delirios paranoicos, de modo que ambos estados patológicos se exacerban recíprocamente y que desde esa patología la infección se contagió al cuerpo del pueblo alemán”.

Por todo ello el autor escribió su libro, para entender qué (le) ocurría y para documentar un proceso social que ayude al mundo estar prevenidos en un futuro. No se trata, entonces, sólo de discernir el discurso de un déspota, sino de comprender cómo ese lenguaje se traduce en una psicología social, cómo invade el cuerpo y los vínculos de millones de sujetos. Se trata de advertir, lo más a tiempo posible, que la humillación se transforma en autodenigración; que las agresiones, mentiras y exageraciones, no esconden solamente las oscuras intenciones de un gobierno sino, también, su impotencia y sus fracasos. Y, sobre todo, se trata de que durante el tiempo en que el déspota logra imponerse, no terminemos todos hablando el lenguaje del vencedor.