Los lazos de la amistad
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social
Uno de los libros que he leído más de una vez es “El Principito”. Me ha cautivado la forma sencilla de expresar cosas muy hondas y profundas que acontecen en el corazón humano. Un pasaje que dice mucho con pocas palabras es el del intercambio con la serpiente: “¿Dónde están los hombres?—preguntó el Principito—. Se está un poco solo en el desierto”. “Con los hombres también se está solo», dijo la serpiente. Qué manera tan contundente de responder con cierta ironía o un dejo de tristeza.
Uno de los problemas no resueltos por la cultura actual es la soledad. Incluso en las grandes ciudades es creciente la cantidad de personas —en lo general jóvenes adultos— que optan por vivir solos.
En el aspecto afectivo, temen quedar sin pareja estable, pero por otro lado tienen miedo de perder autonomía y “libertad». Por un lado se rechaza la idea de no concretar un proyecto de vida en familia, y a la vez se duda de un amor constante que compromete.
Aun estando rodeados de gente (en el trabajo, el estudio, el club…) muchos conviven con una sensación permanente de soledad. No es difícil compartir con otros momentos de salidas, festivos, deportivos… Pero cuando se trata de abrir el corazón y mostrarse tal cual uno es, hay como una conmoción de pánico. Como me decía un amigo “a nadie le gusta mostrar la ropa sucia”. Pero tampoco se muestra mucho “la ropa limpia” porque se teme no sea valorada como uno mismo lo hace. También es cierto que tenemos zonas en nuestro interior que permanecen ocultas incluso a la propia conciencia. En el fondo podemos decir que hay bastante de inseguridad en uno mismo y baja autoestima.
Cuando encontramos con quienes poder mostrar la vida sin dramas, como quien da vuelta una media, eso no tiene precio. Es un gran consuelo poder bajar la guardia y que alguien se pasee por nuestro interior con respeto y ternura que solo quien nos ama puede hacer. Mostrar las heridas sin miedo a ser juzgados, exponer los logros sabiendo somos valorados sin engaños. Ayer, sábado 20 de julio se conmemoró el “día del amigo”. No es el perro el mejor amigo del hombre, lo digo con respeto a quien piense lo contrario. No hay que pedirle a un can o un felino consejos o reproches, porque en el fondo hago lo que quiero. He conversado con personas ancianas que se acostumbraron a hablar con su mascota con la que comparten más gestos y expresiones de afecto que con miembros de su propia familia. Y hasta la ponderan diciendo “solo le falta hablar». No desconozco el lugar importante de acompañamiento y terapéutico que puedan ocupar, pero señalo que “el otro” como sujeto personal es irreemplazable.
A veces la falta de comunicación se produce en casa, y no le podemos tirar la culpa a la televisión o al celular. Somos nosotros los que tenemos el control (¿o no?). Como canta la tonada sanjuanina, “La amistad es como el vino,/ mejor cuanto más añeja,/ una conducta pareja/ hace a los buenos amigos/ y son más dulces los higos/ de la higuera que es más vieja”(Buenaventura Luna). Cómo valoramos los amigos a la distancia, y qué fuertes son los lazos que tejimos entre mates, silencios y palabras…
La Biblia con razón nos enseña que “quien ha encontrado un amigo ha encontrado un tesoro» (Eclesiástico 6, 14). Providencialmente este fin de semana leemos el Evangelio que nos presenta un momento de encuentro de Jesús con Marta y María, hermanas de Lázaro. Estos tres hermanos eran muy amigos de Jesús y solían recibir al Señor y los Apóstoles cuando regresaban de sus recorridos misioneros.
Jesús valoró mucho la amistad. Por eso a sus discípulos en la Última Cena les había dicho “ya no los llamo servidores, a ustedes los llamo amigos» (Jn 15, 15). Él nos ama hasta el fin, y siempre tiene tiempo para recibirnos en su corazón.