Los pasos del pasado se sienten en el cuerpo
Hay malos recuerdos que no se guardan en la memoria, se esconden en el cuerpo. A veces basta un sonido, un olor o un par de pasos para que todo se tense sin aviso. El pasado puede irrumpir de repente y precipitar ante nosotros algo que creíamos enterrado.
El sábado por la noche, el bar tenía la calma de los lugares que resguardan del ruido. Las conversaciones se confundían con el sonido de los cubiertos. Frente a mí, mi compañero hablaba, y yo lo escuchaba con esa atención cómoda, que existe cuando el cuerpo está en paz.
Hasta que algo cambió.
Un hombre entró. No alcancé a mirar su rostro, pero cuando su figura atravesó el salón reconocí su andar. Esa cadencia inconfundible, el ritmo de sus pasos, me heló la sangre.
La jovencita que fui hace más de treinta años estaba allí, en mi cuerpo: muerta de miedo, con el pecho oprimido y las ganas contenidas de llorar.
Mi compañero lo notó enseguida. Me miró, y sin decir palabra me tomó la mano. Fue un gesto suficiente, un ancla que calmó un impulso feroz, el de acercarme a su mesa y decirle todo el daño que había provocado. Exponerlo, sacarle la máscara en medio de todos, que supieran lo que realmente era. Pero no lo hice. Me quedé inmóvil, atrapada entre la rabia y la extraña calma de quien ya no necesita comprobar nada.
Escuché a la joven que se me había presentado. Recordé cómo lo había resuelto hace muchos años, después de que aquel hombre publicara su propio aviso fúnebre en el diario local. Un entierro inventado. Un último acto de manipulación, quizás, o de vanidad. Yo no lloré su muerte imaginaria, entendí que era parte de su farsa, un intento por medir quién aún seguía orbitando a su alrededor.
Desde ese día, esa persona estaba “muerta” para mí. Por eso no quise alterar lo que aquella jovencita había encontrado como cierre, a la forma de poner punto final a una relación tóxica y a un pasado que merecía ser erradicado.
Y ahora estaba ahí, en una mesa vecina, respirando a pocos metros. Pero ya no había nada que decirle. El silencio, esta vez, era distancia; era abrazo para esa jovencita que había logrado salir de la manipulación y abrir paso a todo lo que vino después.
Esa noche comprobé que a veces el cuerpo recuerda lo que la mente creyó superar, y uno comprende que sanar no siempre significa olvidar.



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