NACEMOS CON SED Y VIVIMOS CON ELLA
Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social
Hay necesidades tan antiguas como la vida misma de cada uno. Y podemos decir, de la humanidad toda. Independientemente de los siglos, culturas, etnias, geografía, una de las primeras experiencias al nacer es la sed. Es una vivencia animal, antropológica, espiritual.
Compartimos con los animales esta necesidad, indispensable para sostenernos en la vida. Sin agua perecemos.
También decimos que es una necesidad antropológica, tenemos necesidad y deseo de ser escuchados, acogidos, consolados y fortalecidos en nuestras luchas. En definitiva sed de amor, que nos afirma en la existencia. Como escribió el filósofo Gabriel Marcel, “amar a alguien es decirle tú no morirás jamás”.
Además es una experiencia espiritual. La Palabra de Dios en varias oportunidades utiliza la imagen de la sed y el agua para hablarnos de nuestra relación con Dios. A partir de estos textos sagrados muchos hombres y mujeres dedicados a las obras espirituales nos han regalado escritos bellos y profundos.
En nuestro camino cuaresmal el Evangelio de este Domingo nos relata el diálogo entre una mujer samaritana y Jesús. Él sentado a un borde de un pozo de agua, ella viniendo a buscarla con su cántaro. Están en el desierto a la hora del mediodía. Sol, calor, soledad, sed. El relato empieza con un pedido comprensible en ese contexto: “dame de beber” (Jn. 4, 7), le pide Jesús. Pero el Señor va llevando el diálogo hacia el plano sobrenatural en el cual el cántaro de la mujer no sirve, y la fuente de agua no está en el pozo sino en Jesús.
Uno de los salmos reza: “mi alma tiene sed de Dios, ¿cuándo llegaré a ver su rostro?” (Salmo 42, 2). Como si dijera: tengo sed de Dios, no me den otra cosa, no me calmo con menos.
En “el desierto de la vida” a veces nos descuidamos, o atravesamos situaciones que nos desbordan. Corremos el riesgo de ser “deshidratados espirituales”. Nos falta el agua de la fe, de la oración, del encuentro con Jesús. Como aquella mujer de Samaría pidamos al Maestro. “Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed”. (Jn. 4, 15).
La sed incluso la podemos “medir”, o al menos compararla con mayor o menor intensidad. A media mañana podemos “controlarla”, y conforme pasan las horas se va volviendo persistente e intensa si no ingerimos líquido. En el plano existencial nos puede suceder algo semejante. Necesitamos mucho, y apenas disponemos de una o dos cucharaditas de agua. Nos quedamos con ganas de mucho más.
Como escribió San Agustín: “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”.
En el desierto enfrentamos dos riesgos respecto del agua: el espejismo y la contaminación. En el primer caso corremos tras lo imaginario, la falsa ilusión que nos hace dirigirnos rápido hacia lo inexistente. En el segundo pretendemos calmar la sed con algo que nos hace daño; un bien aparente que esconde el mal.
No vayamos detrás de los encantadores de serpientes que endulzan el oído pero son farsantes, como expresa el dicho popular, “vendedores de humo”.
El viernes pasado el Equipo de Sacerdotes de Villas de Emergencia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires, han presentado el Documento “Cuidando la Vida construimos nuestros barrios. Algunas consideraciones sobre el drama del aborto”. Te comparto algunos párrafos y a la vez que te invito a leer el texto completo:
“Cuando una mujer humilde de nuestros barrios va a hacerse la primera ecografía, no dice: ‘vengo a ver cómo está el embrión o este montón de células’ sino que dice: ‘vengo a ver cómo está mi hijo’. (…) Eso explica que tantas mujeres pobres se desvivan trabajando por todas partes para poder criar a sus hijos. Para la sensibilidad de ellas es particularmente trágico abortar, y generalmente lo viven como una profunda humillación, como una negación de sus convicciones más íntimas.”
“A las mamás que sufren situaciones dramáticas hay que acompañarlas y poder ayudarlas con su embarazo, como hacen muchas vecinas que ayudan en situaciones difíciles, cuando no hay nadie más que ellas; o como esas comunidades que se organizan en nuestros barrios y, por ejemplo, salen a las ranchadas a acompañar a los que están en la calle y se encuentran con chicas que están solas y embarazadas, les hacen un lugar y las siguen acompañando, cuidando de las dos vidas. Y aquí se sigue una corazonada muy profunda: No es humano favorecer a un débil en contra de otro más débil aún.”