Gracia Jaroslavsky

Por Gracia Jaroslavsky (*)

 

Es tiempo de cambio y para que ese cambio no eche por tierra todo aquello que dio sustancia a nuestra forma de vida, lo primero que ha de ocuparnos es la necesidad de entender los procesos y, para alcanzar esa comprensión, lo mejor que tenemos es el sentido común.

El sentido común nos explica claramente la realidad y nos da las herramientas para transformar lo que sea necesario.

Sin la intención de hacer una disquisición interminable, lo primero que llama mi atención en este proceso que hoy pretendo poner en palabras más o menos claras es la sobrevaloración que le damos a la inteligencia para asimilar la realidad.

La inteligencia suele complicar las cosas sencillas. A veces la sola observación, desprovista de cualquier juicio, análisis e incluso interpretaciones, es la herramienta excluyente que debemos usar para nutrir nuestro sentido común.

Tiremos del hilo entonces.

En las sociedades modernas queda claro que el proceso de acumulación económica coloca en una posición diferencial a, al menos, dos conjuntos sociales.

Uno de ellos, en posición dominante: la clase alta, la burguesía o como quiera que se la llame, controla los principales resortes de la producción económica y tiene importantes niveles de incidencia en los otros campos que configuran el orden social.

El otro, conformado por quienes no tienen mucho más que su fuerza de trabajo: clase baja, trabajadora, proletaria, o como quieran denominarla, ocupa el lugar más bajo en la jerarquía social.

Cada uno de estos dos polos es heterogéneo y con frecuencia está atravesado por profundas líneas de fragmentación, pero en la relación que establecen unos con otros mantienen un vínculo definido. Empresarios y trabajadores conforman «clases» diferentes no por una mera decisión taxonómica, sino porque se manifiestan como tales de manera concreta.

Por ejemplo: en la discusión paritaria de salarios, los primeros y los segundos tienen fuertes presiones para agrupar a determinadas fuerzas y discutir desde una posición de mayor poder. Los rastros empíricos de su existencia como clases pueden verse claramente: construyen entidades representativas, ponen en funcionamiento recursos de presión, formulan una voz, presentan sus propias ideas con vocabularios y símbolos distintivos.

Hasta aquí está clara y definida la supervivencia de un modelo de sociedad que se va tensando o relajando de acuerdo al equilibrio de los poderes que cada uno detente, amparado o no por los gobiernos cuya ideología representen a unos o a otros.

Los intereses y los vaivenes de los sectores de poder que ejercen influencia en las definiciones políticas de los gobiernos han existido y existirán siempre. Las políticas públicas están atadas a los compromisos ideológicos, económicos y sociales que cada una detente.

Los trabajadores, por un lado, y los empresarios, por el otro, pueden tener las ideas más variadas acerca de muchos aspectos de la vida social, del trabajo, de la economía, incluso de la libertad.

El mundo ha mantenido después de las guerras mundiales un equilibrio más o menos estable entre los ejes cuyos poderes centrales giraron entre EE.UU. y Rusia, ahora subvertida al poder de China. Nunca es conveniente propiciar simplificaciones burdas en temas trascendentes, pero me tomo algunas licencias para seguir tirando del hilo.

A merced de la sabiduría de la naturaleza y del equilibrio que el universo propone, en el medio de esas masas -donde hay unos muchos con poco y otros pocos con mucho- existe empíricamente la clase media: agrupa a personas que tienen un determinado nivel educativo, social y cultural que los separa de los extremos. La incidencia de este sector en el todo global va variando según las épocas.

Si se mira de cerca, la clase media funciona con frecuencia como una mera categoría residual. Su contenido preciso queda delimitado menos por la propia unidad y consistencia del conjunto de personas que agrupa, que por los bordes de las otras clases sociales de las que sí existen criterios objetivos de definición.

A pesar de ello, sin embargo, la consideramos «clase» justamente para destacar las dinámicas que mantienen unidos a sus integrantes, el modo en que determinados factores inciden en sus comportamientos y actitudes, y la transformación que provoca su cohesión.

El auge de la socialdemocracia trajo al mundo, creo yo, la reivindicación y el valor de todo aquello que quedaba en el medio, destacando la influencia que tiene su independencia a la hora de elegir, la solidaridad que los caracteriza, la movilidad social que impulsan, el crecimiento económico social y cultural que ansían, la defensa de un Estado que garantice educación, salud, justicia; demócratas republicanos, con profunda vocación por la libertad.

A mi juicio, las socialdemocracias del mundo consiguieron representar a las clases medias y ellas identificaron un camino.

Por antonomasia, la Argentina es el país que evidencia la existencia de las clases medias, pero no voy a ahondar por ahí porque es algo que reconocemos y compartimos la inmensa mayoría.

Sí quiero tensar el hilo en la visión de la ostensible decadencia social, cultural y económica que nos hace peligrar como grupo social impulsor de grandes cambios.

Los modelos autocráticos que existen en el mundo, hoy responden en gran medida a las dominancias de clases, se sustentan en una grieta, dos bandos, clases bajas superpobladas dependientes del auxilio del Estado, economías subsidiadas, sistemas tributarios arbitrarios, altos niveles de pobreza, marginalidad laboral, pobre y decadente, un sesgado sistema de educación pública, concentración de la riqueza, impulsos a nuevas élites, etc.

Esto sin tocar siquiera la corrupción y la justicia. Démosle al sistema el beneficio de la duda en lo que se refiere al manejo de la cosa pública.

La clase media estructurada y fuerte no adhiere a este tipo de sistemas de gobierno que aniquila todos sus estándares de vida.

Sigamos tirando un poco más del hilo para llegar al final mirando la Argentina de hoy.

Cada vez más argentinos caen de la franja, la pandemia ha desnudado una realidad y nos ha enfrentado a un aquí y ahora omnipresente, a tal punto que podemos ver claramente dentro y fuera.

No quiero describir la realidad porque me resulta una obviedad. Sí quiero que observemos, sin prejuicio y sin juicio, la realidad, que recorramos con nuestros ojos el alrededor, que advirtamos cómo nuestros jóvenes se quieren ir con el mismo deseo y urgencia que vinieron aquí sus ancestros. Advirtamos cómo lo que escuchamos no coincide con lo que vemos, usemos solamente el sentido común, solo observemos…

La clase media argentina se está volviendo una masa difusa, enojada, resentida, dolida, descreída de la política, descreída del sistema, y con ello pierde inexorablemente su capacidad de respuesta y su posibilidad de actuar honorablemente por el bien común.

Detengamos la caída.

 

(*) Diputada provincial por la UCR.