Rusia y el consejo de Nixon a Clinton
Cuando Moscú tambaleaba tras la disolución de la Unión Soviética, el ex presidente estadounidense le subrayó al entonces mandatario que el Kremlin debía prosperar para evitar un nuevo ascenso del nacionalismo
Corría el mes de febrero de 1993, cuando Bill Clinton daba sus primeros pasos al frente de la Casa Blanca. Ser presidente de los EEUU en aquel instante de la Historia confería el estatus de la persona más poderosa de la Tierra. Al término de la Guerra Fría, los EEUU aparecían como un coloso. Nunca desde los tiempos del Imperio Romano un sólo estado mantenía una ventaja militar semejante frente a los otros actores del sistema. Al tiempo que desde el apogeo del Imperio Británico ninguna nación había ejercido un mayor dominio en la economía global.
Pero el “Nuevo Orden Mundial” anunciado por su antecesor George H. W. Bush no estaba excento de peligros. Instalado en el Salón Oval, Clinton ocuparía buena parte de su agenda en la contención de la situación en Rusia. Porque en los meses que siguieron a la disolución de la Unión Soviética en 1991, la Federación Rusa viviría tiempos vertiginosos como ningún otro pueblo de su envergadura experimentó en la historia reciente.
De la noche a la mañana, los controles de precios habían sido derogados, disparando un violento salto inflacionario que pulverizó los ingresos y los ahorros de la población. Y Rusia se convirtió en el caso más extremo de la doctrina de shock. Al punto que Yegor Gaidar -el “arquitecto” de las reformas económicas de la era Yeltsin- describió la experiencia de tomar el control de la economía rusa en 1992 como la de quien entra a la cabina de un avión a diez mil metros de altura y descubre que no hay nadie en los controles.
En tanto, una amenaza se cernía sobre la totalidad del sistema. Impedir la atomización del arsenal nuclear soviético pasó a ser una prioridad crucial. Nuevos estados como Ucrania o Kazajistán eran demasiado débiles frente a la necesidad imperiosa de prevenir una riesgosa proliferación.
No obstante, el fin de la bipolaridad había conducido a un festival de optimismo en el que se llegaría a soñar con el “fin de las ideologías” y la promesa de un camino despejado para la democracia universal y la economía de mercado.
Sin contagiarse con aquel entusiasmo, Richard Nixon había advertido en un memorando enviado a Bush que se debía recordar que Rusia era heredera de una tradición de orgullo y heroismo y que el colapso de la Unión Soviética había sido un golpe desvastador para su orgullo nacional”. El ex presidente recomendó al gobierno “dejar claro en palabras y hechos que considera a Rusia un socio adecuado en los asuntos mundiales, con legítimos intereses respecto a su seguridad”.
Fue entonces cuando el joven y pragmático Clinton buscó el consejo del antiguo presidente al que veinte años antes había detestado por el escándalo del Watergate. Un rehabilitado Nixon volvió a la Casa Blanca, donde fue recibido por Clinton y su esposa Hillary, deseosos de escuchar a quien se había elevado a la categoría de “Elder Statesman”. El que abogó sobre la necesidad de apuntalar la incipiente apertura rusa. Al tiempo que advirtió que si Yeltsin fracasaba, seguramente sería reemplazado por un nuevo nacionalismo y en ese caso Washington debía olvidarse de los dividendos de la paz.
Después de escuchar a Nixon, Clinton mantuvo su primer encuentro con Yeltsin en Vancouver (Canadá), donde renovaron los votos por la promoción de la democracia, la seguridad y la paz. Otros anuncios tuvieron un contenido menos retórico. EEUU otorgó créditos por 1,6 billones de dólares y se formó una comisión permanente de alto nivel, integrada por el vicepresidente Al Gore y el primer ministro Viktor Chernomyrdin, a quien en Rusia se conocía como “el señor quince por ciento”.
En la cumbre del G-7, en Tokio, volverían a reunirse. Y otro paquete de ayuda de miles de millones de dólares llegaría a Moscú a cambio de un programa de reformas y privatizaciones. Una política que despertaría críticas. Leslie Gelb advirtió en el New York Times que “arrojar dinero en una economía que está hundiéndose en la anarquía política, en el despilfarro y en la corrupción no parece ser una idea brillante”.
Porque en medio de las dificultades domésticas, para entonces Rusia atravesaba el trauma del cambio de estatus internacional que siguió a la pérdida de su imperio. Mientras se resistía a aceptar una nueva realidad geopolítica en la que se le reservaba un rol de potencia de segundo orden.
La expansión de la OTAN a lo largo de los territorios que antaño pertenecieran al Pacto de Varsovia se transformaría en el eje de las diferencias entre Moscú y Occidente. Liberadas del yugo comunista, las naciones de Europa del Este abrazarían el “euroatlantismo”, despertando inevitables inquietudes en el Kremlin. Tal como explicaría el propio Vaclav Havel en su obra “Summer Meditations”. Cuando advirtió que desde un punto de vista militar y estratégico, ningún país quiere verse rodeado por una alianza poderosa a la que no tiene acceso.
Durante un tiempo, Yeltsin creyó esquivar la expansión de la OTAN, pero a partir de 1996, se sentiría “traicionado”. Después de todo, el 9 de febrero de 1990, el Secretario de Estado James Baker III había asegurado a Mikhail Gorbachov que la unificación alemana no supondría que la OTAN se extendería “ni un paso” hacia el Este.
Pero evocando el viejo refrán que señala que no existe mayor distancia en este mundo que la que ofrece un malentendido, la disputa tendría consecuencias decisivas que pueden apreciarse en el conflicto que envuelve hoy a Rusia y a Occidente. Porque a pesar de las seguridades ofrecidas, en enero de 1994, Clinton reconocería que “la cuestión no es saber si la OTAN tendrá nuevos miembros, sino cuándo y cómo eso sucederá”. Incluso, en septiembre de ese año, en una visita a la Casa Blanca, Yeltsin escucharía de boca de Clinton que Rusia era “elegible” para una membresía de la OTAN.
Los hechos, aquellos verdaderos tiranos de la historia, demostraron que el optimismo de los 90 fue exagerado. Hoy, los valores occidentales de libertad, economías abiertas y respeto a los DDHH nuevamente aparecen amenazados, por factores externos y por las propias equivocaciones de sus líderes.
Ya en 2014, en medio de la crisis por la anexión de Crimea, Ian Bremmer reflexionó que Rusia no podía obligar a Ucrania a permanecer eternamente en la órbita de Moscú. Pero al mismo tiempo admitió que ninguna potencia, ni siquiera la más poderosa de todas, podía impedir que los rusos dejaran de intentarlo. El fundador del Eurasia Group anticipó que las sanciones podían hacer daño a largo plazo pero no cambiarán la forma de pensar de Vladimir Putin.