Varisco
Tras el fallecimiento del exintendente.
Por Antonio Tardelli
El recorrido vital de Sergio Fausto Varisco, que falleció ayer en Paraná, se asemeja bastante al camino desandado en las últimas décadas por su partido, la Unión Cívica Radical (UCR), e incluso al derrotero de todo el sistema político argentino.
Muerto a los 60 años, Varisco fue exponente de una generación de políticos que hizo sus primeras armas militando en el tramo final de la dictadura y que ya en democracia, con el imperio del Estado de Derecho, tuvo la posibilidad de ejercer el poder.
Se trata de la generación que, pese a ciertas conquistas que sería imperdonable ignorar (sintetizadas acaso en el significado profundo del juicio a los dictadores del Terrorismo de Estado), fracasó rotundamente en su propósito de construir una Nación más digna, con ciudadanos más libres y con mayores niveles de bienestar para su pueblo.
Pudo esa generación, sí, consolidar determinados niveles de libertad. Por allí debe andar su justificación histórica.
Pero a la vez se alejó ostensiblemente de la justicia.
Esa generación no pudo (no puede) edificar una patria que no sea reproductora de pobres y desigualdades.
Por una cuestión generacional, la vida política de Varisco se vincula estrechamente también con la de su partido, el radical, sobre todo en su actuación geográficamente más cercana.
Fue un activista juvenil en el ocaso de la dictadura, participó de la primavera alfonsinista desde un lugar expectante, asumió un papel relevante en los tiempos de la fracasada Alianza y transitó su declinación en el infausto momento en que el radicalismo ligó su suerte a la de un espacio conservador como el Pro.
Para Sergio Varisco esta última fase fue especialmente destructiva: en su caso el fiasco de Cambiemos llegó acompañado de un duro proceso judicial en el que se lo vinculó a una banda de narcotraficantes para acabar condenado, en diciembre de 2019 y casi en simultáneo al final de su mandato, como partícipe necesario del delito de comercialización de estupefacientes.
En estas casi cuatro décadas, o sea el tiempo histórico del recobrado Estado de Derecho y el tiempo personal del ex intendente muerto, la democracia y el sistema político fueron de la esperanza desenfrenada al asumido desencanto de hoy.
El radicalismo fue del progresismo alfonsinista a su penoso rol de socio menor del macrismo.
Sergio Varisco fue de colaborador influyente de Humberto Cayetano Varisco en su primera gestión (1983-1987), un período reivindicado por propios y extraños, a encabezar entre 2015 y 2019 una gestión muy pobre, ineficiente y anárquica, que en lo personal añadió esa carga adicional de una condena que lo envió a prisión (domiciliaria, pero prisión al fin).
Entre ambos gobiernos (el inicial de Humberto Cayetano y el segundo suyo), Sergio Varisco gestionó un primer mandato (1999-2003) signado por el fracaso de Fernando De la Rúa y el autoritarismo de Sergio Montiel, en el que sin embargo pudo salvar la ropa abonando en tiempo y forma los salarios municipales, impidiendo que la comuna se estrellara como se estrellaron la Nación y la provincia, e incluso protagonizando en 2003 un desempeño electoral más que respetable como candidato a gobernador de la UCR.
Por estas horas, instantes de duelo, casi nadie habla del proceso judicial de hace dos años en el que finalmente Varisco fue condenado. Es oportuno que así sea por respeto al dolor que la muerte desencadena entre familiares, allegados y simpatizantes.
Sin contar el curioso hecho de que Varisco fue imputado por un delito y finalmente condenado por otro –particularidad que frente a la muerte se vuelve anécdota–, puede postularse en esta hora que el elixir del poder produce estragos. Hace daño. Conduce a errores. Induce a claudicaciones.
Tramposo, el poder extravía. Confunde.
No es el tiempo de juzgar. El momento de los juicios, el de los juicios penales y el de los análisis políticos, ya ha sido superado. En términos maradonianos, Varisco se equivocó y pagó. Fue, por lo menos, imprudente en su esforzada construcción política. Como todo dirigente decidido, al borde de lo temerario, pensó más en los beneficios que en los muy previsibles costos. Ignoró los muy previsibles riesgos. La perspectiva del poder suele nublar la vista y entorpecer la razón.
Para defenderlo, sus allegados afirmaron siempre que la construcción territorial, sobre todo para alguien que no viene del peronismo (lo que es lo mismo que decir que carece de una plataforma mínima suficiente para disputar el electorado más pobre), exige ciertas articulaciones que todo purista de la política rechaza. Que el manual de las buenas conductas desaconseja. Que los protocolos de ética prohíben.
Es una discusión interesante para otro momento. Pero en todo caso, y en circunstancias que objetivamente lo convirtieron en un caso excepcional, Varisco pagó con encierro (nada menos que con encierro) sus comportamientos pragmáticos, según los códigos de la política, y delictivos según los parámetros de la Justicia Federal. En la era del oportunismo, en un tiempo cínico, la frontera entre la política y el delito se ha ido desdibujando. Son las marcas de una época.
Es notable: frente al dirigente juzgado, ante el ex intendente condenado, nadie caracterizó a Varisco como un político ladrón. Han pasado por otro lado las objeciones a su comportamiento. Nadie dijo jamás, nunca, que el dinero, dios de la política mercantilizada, fue el motor que arrojó a Varisco hacia determinaciones muy controvertidas. Su austeridad personal nunca fue motivo de disputa. No lo fue antes y no puede serlo en el momento de la muerte, instancia siempre conmovedora que además –lo sabemos con Borges– contribuye a edulcorar los reproches.
El Varisco condenado no era asimilado con el político corrupto y, rareza, el ex intendente reo pudo gozar de un privilegio, justamente ése, al que no acceden dirigentes que gozan de buena salud y circulan libremente por las calles de Entre Ríos.
Tuvo Varisco –en rigor todo el clan familiar– lo que, según el reiterado reproche, les falta a los radicales: vocación de poder. El poder fue su motor. Su objetivo permanente, constante, sin recreos. Salvo excepciones, desde 1983 hasta acá fue alguien de apellido Varisco el candidato a intendente que la UCR propuso a la ciudadanía de Paraná. Esa ambición de poder, sostenida desde una militancia de tiempo completo, lo hizo rumbear para el lado de serios errores.
Denunciadas en su momento sus censurables alianzas, alguna vez se marchó enojado de un estudio de radio cuando le planteamos lo inconveniente que eran sus acuerdos con personajes que habían edificado su ascendiente social y sus liderazgos barriales mediante recursos que no eran precisamente el resultado de esfuerzos militantes o ideales doctrinarios. Sus silencios parecían remitir a la naturaleza de la política real y no a las prácticas que se idealizan desde un escritorio.
Es curioso su caso porque Varisco no respondía al perfil del sujeto que llega a la política para florearse con su inescrupulosidad. No era un impúdico. No respondía a ese arquetipo. Por el contrario, por fuera de sus sombras, creía genuinamente en determinados valores, muy reivindicables, y gustaba analizar la política en clave de legado de personajes ejemplares.
Dicho de otro modo: el de Sergio Varisco no era el perfil de un delincuente.
Reunía sí, en cambio, todos los atributos del animal político, del sujeto insaciable en la persecución del poder y que lanzado a esa carrera se extravía renegando de los medios, cosa que en general se le puede reprochar a todo dirigente y probablemente más –son las despiadadas reglas del juego– a un referente de un partido que, como la UCR, ha hecho de la ética una carta de presentación tal vez más relevante que sus doctrinas o sus plataformas.
Por eso, en el Concejo Deliberante de Paraná se despidió en la víspera a un individuo contradictorio, que a lo largo de su carrera exhibió diferentes rostros y desempeños dispares según los diferentes momentos en que le tocó actuar. Una vez fue un buen presidente municipal. No fue tan bueno en su segundo turno. Reconocimientos públicos (algunos esperables, otros sorprendentes) afloraron ayer cuando en un salón de la Municipalidad de Paraná se velaba a un ex intendente no hace tanto sentenciado por el Poder Judicial.
No es que no haya habido elementos comprometedores en el expediente en el que se lo condenó (independientemente de la naturaleza, política o delictiva, de los vínculos que se le atribuyeron). Sí los había. No es el momento de repasarlos.
El problema, en todo caso, es el contexto. El escándalo es el perverso marco de impunidad extendida que vuelve discriminatoria la condena de un hombre público si al mismo tiempo el aparato estatal, desde el poder que investiga los delitos y administra las sanciones, consagra y festeja y celebra la inocencia de delincuentes confesos y declarados y asumidos. Lupa para algunos; ceguera para otros. Y para otras.
Es una tarea pendiente del sistema institucional rastrear, en el país y en la provincia, los repugnantes vínculos entre la política y el narcotráfico, relación que amenaza con prostituirlo todo. ¿Era por el lado de Varisco por dónde se debía comenzar? Tal vez. Pero, de seguro, no únicamente por ahí. Hasta hoy no se conoce otra sentencia por vínculos con el narcotráfico que haya recaído sobre político entrerriano alguno. Únicamente sobre Varisco. El suyo ha sido un caso extraordinario en un paisaje en el que, según confiesan off de record hasta los dirigentes de los pueblos más pequeños, los punteros deben negociar con los dealers para poder incursionar en determinadas geografías urbanas.
Víctima de una estrategia censurable que él mismo adoptó, el fallecido Varisco ha sido hasta acá el único político entrerriano que pagó por una factura tan pesada. Unos cuantos de sus adversarios locales, de vínculos al menos igual de reprochables que los del dos veces intendente, celebraron su condena como si fuesen agentes de la DEA o del Sedronar. Cándidos, alegan que cualquiera (incluso un narco más o menos reconocido) los puede abrazar, para la foto, en una ordinaria recorrida de campaña. Las fotografías nada prueban, alegan en este caso bien aferrados al principio de inocencia.
Ocurre que, en sus diferentes esferas, el Poder Judicial y la sociedad castigan. Castiga la Justicia y castiga la opinión pública. Salvo que se efectúen concesiones a una hipocresía muy extendida, habrá que concluir que tanto el Poder Judicial como la sociedad castigan con sesgos muy marcados que a Varisco, desde ya responsable por sus actos, no lo beneficiaron. Es el estado de cosas. Varisco murió condenado y en prisión.
Lo telefoneé a comienzos de año para concertar una entrevista radial. Las declaraciones de un ex (de un ex gobernador, de un ex intendente) suelen ser interesantes. Mucho más si el ex, hombre popular, cumple una pena de prisión.
Me contestó que sí. Que podíamos conversar. Me propuso que nos viéramos al día siguiente.
Al día siguiente, temprano, me llamó para cancelar la cita. Me explicó que no se sentía bien.
Su voz, en efecto, sonaba mal.
Yo lo había visto unos meses antes. Fui a visitarlo a la vieja quinta de sus padres, en El Brete, donde cumplía su condena.
Por las dudas, cargué el grabador. Pero en verdad la intención era, apenas, saludarlo en persona. Creí que correspondía. No éramos amigos pero siempre se comportó conmigo de manera muy correcta.
Me contó unas cuantas cosas. Opinó sobre la situación política.
Me habló de sus amigos. De sus correligionarios. De sus ex funcionarios.
De algunos me habló bien. De otros no.
Mencionó amigos comunes y recordó anécdotas que lo unían a célebres personajes del radicalismo.
Terminamos hablando de la historia del país y de la historia de la UCR.
Intacto volvió a casa mi grabador. No le grabé nada.
No puedo imaginarme un encuentro así, parecido, con el Chapo Guzmán.
No volví a verlo.
Ayer, triste –triste por la novedad y por la historia, triste por el pasado y por el presente, triste por los caminos de la política y por esa insoportable sensación de degradación general–, amanecí con la noticia de su muerte.