"Los alumnos aprenden de aquellos profesores a los que aman"
Cada vez que vista el país, el pedagogo español Migue Ángel Santos Guerra se lleva consigo la gratitud de las maestras y maestros que asisten a sus charlas. Recoge anécdotas, felicitaciones pero sobre todo mucho agradecimiento por saberse reconocidos. Una inyección de ánimo para seguir andando. Por eso Santos Guerra decidió obsequiarles un libro llamado Un ramo de flores para los docentes del mundo (Homo Sapiens Ediciones). Un obsequio para reconocer la tarea de los educadores que, entiende, no suele ser bien valorada por los Estados y la sociedad. Y donde destaca que el afecto es un pilar del acto educativo. Porque «los alumnos aprenden de aquellos profesores a los que aman».
Catedrático de la Universidad de Málaga, Santos Guerra ejerció la docencia en todos los niveles del sistema educativo español, desde la primaria hasta la educación superior, incluyendo clases de formación docente en España, Portugal y varios países de Hispanoamérica. En la Argentina dice que ya recorrió 126 ciudades con sus conferencias. Y si hay una constante que encuentra en sus encuentros con los maestros de los distintos lugares es la falta de un reconocimiento real a los educadores. Una jerarquización a su tarea que trascienda lo meramente declamativo y se traduzca en buenos salarios, condiciones acordes para enseñar y capacitarse. Y también el respeto de las familias.
De la teoría a los hechos
«Pienso que la de los docentes es una profesión que no está muy reconocida, salvo desde un punto de vista teórico. «La educación es muy importante y necesaria», dicen los políticos. Pero a la hora de la verdad y de los reconocimientos efectivos creo que no son lo suficientemente bien tratados un maestro y una maestra», opina. Advierte que esto se hace más patente cuando son elogiados en su día, pero criticados furiosamente por ciertos sectores ante una huelga.
«Hay que exigir mejores condiciones. No van a ser traídas en bandejas de plata y ofrecidas por los políticos o la sociedad. Hay que demandarlas, exigirlas y ello lleva a tomar medidas de fuerza», reflexiona Santos Guerra. Y frente a los cuestionamientos hacia las maestras y maestros ante cada paro, invita a pensar que esas huelgas «son fruto de necesidades apremiantes». Y ejemplifica: «Hay docentes que me preguntan cuánto gana un docente en España. Pues, 2.200 euros aproximadamente. ¿Cuántos alumnos tiene en el aula? Unos 25 y aquí están con 40 ¿Cuántos turnos hacen? Solo uno ¿Cómo son las escuelas? Están bien dotadas. Claro, ante esa comparación uno no puede exigir atender a la diversidad con 45 alumnos en el aula. Para conocerlos mejor, atenderlos, saber con más precisión qué dificultades tienen en el aprendizaje y adaptarse a cada uno. Esto no llega nunca con facilidad. Entonces esas luchas y paros no sé si son eficaces, pero son inevitables. Porque llega un momento en que dicen: «No podemos trabajar bien así». Y veo muy injusto la generalización de que el cuerpo docente no quiere trabajar o hacer frente a las exigencias de la cotidianeidad de las aulas».
—También es cierto que no se percibe esa generalización negativa en otras profesiones…
—Es verdad. También es cierto que no hay ese tipo de movilizaciones en otras profesiones. Pero existe un trato diferente. No solo conceptual sino práctico. Estoy viendo cada vez más familias que cuestionan la acción docente, que interpelan con dureza a los docentes cuando hay algún problema en el aula. Hace poco en un instituto de secundaria llamaron a los papás de un chico que había insultado gravemente a un profesor. La actitud de los padres fue poco menos que increíble: ellos decían que no es verdad, porque su hijo dice siempre la verdad. Entonces eso se lo ha inventado el profesor ¿Qué beneficios puede tener un profesor para inventar eso? ¿Y qué hacen los padres en lugar de reforzar el respeto al docente? Lo cuestionan e incluso lo agreden. Tampoco quiero generalizar que esto suceda con todas las familias, pero antes esto no sucedía con la frecuencia que está pasando.
Colores para enseñar
«Un ramo de flores…», la última obra de Santos Guerra, está divida en capítulos que llevan el nombre de flores de colores. A cada una le asigna un significado: blancas de ilusión, amarillas de aprendizaje, rosas de compromiso, verdes de optimismo y rojas de dolor, entre otras. Pero también propone pensar en flores naranjas de amor. Una característica que se destaca frente a los discursos estrictamente utilitarios del proceso de enseñanza y aprendizaje.
Al respecto, recuerda que en un curso de formación docente en la universidad preguntó que mencionen quién y por qué había sido el profesor que los había marcado más en la vida. «Cuando puse en común las respuestas —recuerda el educador español—, todas iban por un mismo lado: porque me quería, me comprendía, me ayudaba, me escuchaba, era sensible, cercano. Ninguno dijo que era una biblioteca andante que se le caía el conocimiento cuando iba por los pasillos de la escuela. Entonces me pregunto si se tiene en cuenta eso en la formación y selección de los maestros y maestras. Porque se explora cuánto sabe de su área y nada en cómo es. Me parece que la dignidad moral y la cercanía son factores fundamentales.
—¿Cómo impacta en los objetivos de la escuela?
—Pienso que la escuela tiene dos fines fundamentales: enseñar a pensar y a convivir. Cuando solo se focaliza en el aprendizaje de conocimientos y destrezas sin la dimensión moral y ética, se corre el peligro que el conocimiento que se adquiere en las instituciones pueda ser para dominar, explotar, engañar. Fueron ingenieros, médicos y enfermeras muy capacitadas en su oficio, los profesionales que diseñaron las cámaras de gas en la Segunda Guerra Mundial. Sabían muchísimo, pero sus víctimas maldijeron el día que habían aprendido tanto. No se puede confundir instrucción con educación. La educación tiene dos pilares, uno crítico y otro ético. Porque sino, a través de las escuelas y las universidades estaríamos convirtiendo a la sociedad en una selva sofisticada donde el más fuerte domina y destruye al más débil. A veces les pregunto qué quieren de sus alumnos. Me responden: que sean críticos, que aprendan a pensar y sean solidarios. ¿Y salen así o competitivos y agresivos? A veces se me asemejan las escuelas a los barcos en altamar, donde están todos ocupados, estresados, yendo y viniendo. Pero en un barco sin rumbo. Sería más conveniente ralentizar la marcha pero saber a dónde vamos y qué estamos consiguiendo. Yo digo que los alumnos aprenden de aquellos profesores a los que aman. Gabriela Mistral decía que si no eres capaz de amar no puedes dedicarte a esta profesión. Porque es de comunicación interpersonal. Y la comunicación interpersonal que salva es el amor. Por eso me parece tan importante seleccionar a las mejores personas y ciudadanos para la tarea. El que no vale para otra cosa no vale para ser un maestro.
—No que sea por descarte…
—Eso me parece muy dañino y perjudicial. Porque en la medida que tengamos más mercenarios en las escuela tendremos una peor calidad de trabajo de esos profesionales. Pero con un añadido: tendremos a esos profesionales menos felices en la tarea, porque esta profesión no se puede realizar bien sin pasión. Cuando ha cedido a ella por motivos espurios o pedagógicamente pobres, como «de algo hay que vivir», se vive con menos felicidad. No hay señal más clara de inteligencia que desarrollar las capacidades para ser felices y ser buenas personas. En la medida que estemos amargados tendremos no solamente la desdicha en nuestro interior, sino que haremos una tarea de peor calidad, porque la profesión docente es intrínsecamente optimista. Es tan consustancial el optimismo a la educación como mojarse para el que va a nadar. Sin optimismo podríamos ser buenos domadores pero nunca buenos educadores.