Un siglo de escucha
para eso se inventó la radio.
Y una voz fue capaz de susurrarnos al oído desde kilómetros de distancia. Decirnos, contarnos, informarnos y entretenernos. La radio empezó estando en el centro de nuestras casas, contando la historia, haciendo sus cuentos, relatando fantasías, dramas y gritos de gol para entretener a nuestras abuelas y abuelos.
Los pibitos y pibitas de antes se metían en la radio y se creían tarzanes, detectives, gauchos bravos y superhéroes. Espiaban las canciones para enterarse -lo antes posible- cómo era el mundo de los grandes. Las radios de antes eran mastodontes en el medio de las casas de antes. Antes, en la prehistoria. Mucho antes…
Hasta que un día aciago y terrible llegó el transistor, y aquellos dinosaurios de válvulas calientes y de madera se extinguieron. Las radios se volvieron más chicas, minúsculas, para que nuestras manos pudieran llevarlas con nosotros, más cerca todavía, bien cerca. Pegadas a la oreja que es el corazón de quienes la escuchamos.
Un día alguien se acordó de nosotros y nos dijo que éramos “radioescuchas”, porque hablar abusando de la formalidad y con precisión exasperada era lo que se usaba. Pero después nos dijeron “oyentes”, porque es verdad que a la radio la escuchamos con atención un rato, pero después la oímos mientras seguimos viviendo. Haciendo las cosas de nuestras vidas mientras la radio sigue sonando y viviendo a su manera. Porque así es nuestro acuerdo tácito: si nosotros no la molestamos, la radio no nos molesta.
Radio desde la mañana hasta la noche para los oídos insaciables. Radio que se volvió súper moderna para despertarte, y que para arrullarte debajo de tu almohada se volvió clandestina. Y clandestina también por falta de licencia y por hacerse con el puro exceso del entusiasmo juvenil por decir cosas. Radio que suena todo el tiempo con noticias malas y buenas. Goles que son amores, y goles en contra que mejor no decir qué son.
Radios rotas contra el piso por la final perdida. O revoleadas en la cancha del desasosiego. Radios con mensajes de novios y novias, y canciones dedicadas a un amor con besos por la radio. Y fantasías, delirios, y sentirnos inteligentes por escuchar a personas inteligentes. Y enamorarnos de quien nos habla, vaya a saber desde dónde, pero que nos conoce o creemos que nos conoce. Porque los que escuchamos radio la queremos y creemos en ella.
Hasta que un día apareció algo que parecía su competencia: Internet que nació para ser omnipresente y soberbia. No como la radio AM que nació para el tango y el folclore: madura, oficial, medio pacata, bien peinada y seria. Ni como la FM: musical, canchera, insolente y noctámbula. Pero un día Internet se distrajo, y todas las radios se le metieron adentro, para que también el celular hoy nos haga de Spika.
¿Qué nos hizo la radio? La radio nos hizo esto: nos hizo oyentes. Y oyentes somos: como la respiración, el envejecimiento, o la ciudadanía. Somos donde termina la radio. Donde la música consigue tener algún sentido. Donde la palabra aterriza y se convierte en epifanía o ensoñaciones. Y a veces rabia, desinterés o aburrimiento.
Acá estamos después del éter donde al principio nos decían que viajaba, después de la frecuencia amplia y de la que está modulada. Y ahora que puede venir apretada entre los bites y los streamings. Acá estamos.
Porque a nosotros no nos importa cómo, ni por dónde, ni cuántos hertz, ni las frecuencias. Porque acá seguimos esperando ese mensaje que viene de lejos, un mensaje que recibimos con las orejas como brazos abiertos. Acá estamos porque desde hace cien años escuchamos radio.