La Matanza fue el nombre anterior de Victoria. Se debía a la memoria de un trabajo militar consumado por el capitán Antonio de Vera Mujica, enviado desde Santa Fe ante versiones alarmantes de que los indios nativos, que habían vivido en la zona durante miles de años, preparaban un poderoso contingente contra  criollos  y españoles.
Se hablaba, porque nadie los había visto, de cerca de 1000 charrúas y minuanes en armas. El gobernador de Buenos Aires, José Antonio de Andonaegui, dispuso entonces una guerra de exterminio, que le dio buen resultado.
Envió una fuerza al mando de Vera Mujica, miembro de una familia de grandes terratenientes santafesinos, de los que se habían repartido muy liberalmente la tierra de los indios, que nunca aceptaron que la tierra pudiera tener propietario.
En 1749 Vera  Mujica partió de Santa  Fe hacia la cuenca del arroyo Nogoyá al frente de su tropa con instrucciones de acuchillar a todo indio que le pasara cerca, sin hacer ascos a nada ni tener consideraciones por nadie. El 3 de febrero de 1750 hizo saber a Andonaegui el resultado de su misión: 273 muertos, “que habían persistido en su actitud bélica” y 339 prisioneros.
Fue una matanza, que dio nombre al cerro de piedra caliza donde según la tradición se produjo, y que determinó la extinción por genocidio de los indios en Entre Ríos, al menos de los que conservaban su libertad ancestral, que los charrúas no resignaron nunca.
El Cerro de La Matanza está al noroeste de la ciudad de Victoria, en una zona de bañados del río Paraná, que se conocía como arroyo de la Matanza, por supuesto después de la “limpieza” debida a Vera y Mujica. La actividad del hombre civilizado en la zona se puede apreciar en la erosión del terreno actual, debido a la persistente explotación de la piedra caliza sobre todo por los inmigrantes vascos que poblaron luego la zona.
Antes de la matanza, durante dos siglos, desde que empezó a haber intrusos nada amigables en su territorio,  los charrúas, minuanes y chanáes resistieron la ocupación española de su territorio. Las crónicas de la época los hacen culpables de atacar a los que viajaban por los márgenes de los ríos, perjudicar con sus correrías  las estancias  instaladas en los claros del monte, e incluso a los indios que los españoles habían conseguido reducir a servidumbre.
Hubo intentos de conciliación, que  pudieron ser bien intencionados de parte de los indios, que no veían necesidad de guerra cuando no había motivo, pero de parte de los españoles eran argucias para ganar tiempo, o almas si eran miembros de la iglesia los que conciliaban.
Hernandarias,  yerno de Juan de Garay,  logró un acuerdo con los indígenas en 1632, que proporcionó un tiempo de paz.  Los jesuitas, que por gracia del rey tenían en la zona las mayores extensiones de terreno, también influyeron para que sus explotaciones no sufrieran daños  y tuvieran mano de obra.
Sin embargo, la lucha entre indios  de una parte  y criollos y españoles de otra se reanudó en el siglo XVIII.  Los charrúas atacaron las misiones guaraníes de Corrientes; los payaguas arrasaron las cercanías de Paraná, terrenos jesuíticos,  desde el río Feliciano a la Bajada.
El destino de los antiguos pobladores estaba signado desde que los terratenientes perjudicados clamaban acción ejemplar contra ellos:  los indios eran  ladrones, cuatreros y salteadores de todos los caminos reales, y en esa condición merecían el trato que se les dio.
Sin embargo, del dicho al hecho hay mucho trecho. El propósito de dar ejemplo fracasó. Cuatro expediciones militares que llegaron de Buenos Aires fracasaron porque los charrúas no eran fáciles de arriar.
El esfuerzo final, posiblemente con los nativos ya muy debilitados en número, dio resultado: hoy Entre Ríos es una provincia que al menos oficialmente no tiene indios, todos fueron exterminados.
Poco después  llegaron  inmigrantes  vascos que  se instalaron en lo que luego sería el barrio de las  caleras o Quinto Cuartel, y luego  inmigrantes genoveses. Estos impulsaron la creación de una capilla para no viajar a Nogoyá los domingos a asistir a misa.
En  1810 los vecinos de La Matanza lograron la creación de un oratorio dedicado a Nuestra Señora de Aranzazu. El trabajo estaba hecho y de los indios no queda ni la  matanza porque el poblado pasó a llamarse Victoria  en 1829 por decreto del  gobernador de Juan León Sola.(I:AIM)