En su reciente libro Guía para la crianza en un mundo digital (Siglo XXI), Sebastián Bortnik intenta dar respuesta a las preguntas que se hacen todos en torno de la relación cada vez más íntima entre los teléfonos y los niños. Un diálogo a fondo con quien asegura que «el peligro no son las redes sociales, sino las personas»
 Hasta los cinco años el celular no educa, acompaña ni enseña

En el recientemente aparecido Guía para la crianza en un mundo digital. Cómo educar para un uso sano y seguro de la tecnología, Sebastián Bortnik se planta resueltamente ante la situación e intenta dar respuestas prácticas a los dilemas cotidianos, sin eludir por ello la complejidad filosófica de los planteos de fondo. En diálogo con Cultura y Libros –a través, justamente, del Whatsapp– advirtió sobre los riesgos de entregar demasiado temprano un teléfono a un niño, aunque jamás abandonó el optimismo a la hora de encarar el análisis.

Todo indica que la aparición de los teléfonos “inteligentes” marca un tajo en la historia de la especie humana. Un destacado psicoanalista rosarino emplea, para describirla, la palabra “mutación”. ¿Lo ves también de esa manera?

–Es interesante la idea de “mutación” asociada al punto de quiebre que son los teléfonos inteligentes. De todas maneras, los smartphones son solo el referente más destacado de un conjunto de tecnologías que lo cambiaron todo: para mí, la banda ancha fue un antes y un después. Y sumemos las redes sociales, las apps. La idea de mutación está vinculada al concepto de que mutamos como especie y a la gente le puede parecer exagerada, porque parecemos referirnos a parámetros genéticos; sin embargo, a mediano y largo plazo esto podría no ser tan descabellado (digo, que las tecnologías empiecen a impactar genéticamente en nosotros). De lo que no tengo ninguna duda, sin embargo, es de que estamos viviendo una “mutación” cultural. Lo dice muy bien el novelista y ensayista italiano Alessandro Baricco: “Lo que estamos viviendo no es una revolución tecnológica, es una revolución cultural”. La tecnología está cambiando nuestra forma de ser, nuestra forma de interactuar, nuestra forma de educar, nuestra forma de curar, nuestra forma de gobernar… Y si bien yo no soy amigo de exagerar, de disparar ideas que suelen generar más miedo y preocupación que acción, está bien darles a las cosas la magnitud que realmente tienen.

En cierto momento del arranque del libro, para describir el mundo contemporáneo empleás una frase que me parece significativa: “El entretenimiento perpetuo”. ¿La podrías explicar un poco?

–Tiene que ver con la sobreoferta de contenidos del mundo en que vivimos, que parece prohibirnos el aburrimiento y también que hagamos una pausa. El otro día escuchaba una entrevista radial y el reporteado, un dirigente político, contaba que en su infancia solo había televisión sin cable y entonces apenas se podía mirar un dibujito animado; hoy, en cambio, un chico entra en YouTube y tiene millones de posibilidades. Ese es el mundo en el que estamos viviendo, y también criando a nuestros hijos. Es un tiempo hiperkinético, en el cual no se puede parar. También poco atrás escuchaba al músico de rock Ricardo Mollo, que contaba que sale habitualmente a caminar y a veces camina hasta seis o siete horas diarias. Entonces le preguntaron si escuchaba música mientras caminaba y Mollo contestó: “No, yo salgo a caminar, ¿por qué me tengo que sobreeentretener con algo?”. Aunque parezca mentira, el aburrimiento también tiene sus ventajas, y a los chicos les estimula la creatividad y la tolerancia a la frustración.

–Me interesa, también, que describas la diferencia a la que aludís constantemente entre “virtual” y “digital”.

–Lo que sucede es que usar la palabra “virtual” genera confusiones. Si yo estoy jugando, supongamos, al Mortal Kombat en la computadora, entonces sí estoy en un mundo virtual, pero si en cambio estoy jugando con otra persona, y estamos conectados con auriculares, la cosa es distinta: solo una parte del asunto es “virtual”. Algo virtual, recordemos, es algo que no existe; es algo que solo parece existir, pero en verdad no existe. Y si uno traslada esto a otra esfera, descubre por ejemplo que se suele ser mucho más agresivo en las redes que en cualquier otra parte: lo prueban los numerosos casos de ciberbullying. Pero claro, si todo es “virtual”, ¿qué problema hay en ser agresivos? Mi propuesta, entonces, es designar a los dos mundos como “analógico” y “digital”. Lo que pasa por Internet tiene una cuota importante de realidad. Esta entrevista, por ejemplo, es digital, pero no virtual. Y por supuesto que es bien real, tan real como si la estuviéramos haciendo cara a cara. Muchos dirán que esta es una cuestión menor, meramente semántica, pero como afirma un libro que me gustó mucho, “las palabras importan” y no da lo mismo una palabra que la otra, sobre todo en la etapa de crianza.

Sebastián Bortnik: perspicacia y afabilidad, en busca de respuestas necesarias.

Sebastián Bortnik: perspicacia y afabilidad, en busca de respuestas necesarias.

–En el libro asegurás, tal como lo comentaste recién, que “todos somos más violentos en el mundo digital que en el mundo físico”. ¿Por qué se produce ese cambio entre una y otra esfera?

–Bueno, existe una idea muy instalada de que “lo que pasa en Internet, no pasa”. Volviendo al Mortal Kombat, cuando yo juego no me da culpa pegarle a mi rival, porque sé que ese daño no es real. Y pareciera, precisamente, que muchos creen que lo que sucede en las redes sociales o el whatsapp tiene las mismas características, “no es real”, y esa sensación los libera de responsabilidad por lo que hacen en esos ámbitos. También se podría agregar, para profundizar en este tema, que los seres humanos tienen una forma muy especial para desarrollar la empatía, que se vincula con las llamadas “neuronas espejo”. Esas neuronas se activan cuando vemos a otras personas experimentar ciertas emociones, como la risa o el llanto. En ese momento las neuronas espejo reaccionan instintivamente, pero esto solo ocurre cuando se produce el contacto cara a cara y no a través de whatsapp o las redes. Entonces, es sencillo: estamos manteniendo todo el tiempo contactos a través de estos medios, pero nuestro cerebro no está preparado para hacerlo. Por esa razón tenemos que trabajar fuertemente en la empatía digital, a fin de mantener contactos sanos en nuestras relaciones que se encuentran mediadas por la tecnología.

–Una escena cada vez más habitual en la vida cotidiana es la de un chico pequeño embobado frente a un teléfono en un restaurante mientras a su lado sus padres conversan tranquilamente o hacen lo mismo que él, sumergirse en una pantalla. ¿Qué clase de riesgos implica el tomar al celular como “niñera”?

–Resulta muy peligroso sobreofrecer el celular a un chico, sobre todo en edades menores a los cinco años, y ni hablar de lo que decís vos, el usarlo como “niñera”. Hay padres que se justifican: “Si no le pongo una pantalla adelante no come”; “si no le pongo una pantalla adelante no puedo salir a comer afuera”; “si no le pongo una pantalla adelante no puedo interactuar con amigos”. Hay que remarcarlo: la sobreexposición a las pantallas, sobre todo antes de los cinco años, tiene sus riesgos. Primero aclaremos a qué me refiero cuando hablo de “sobreexposición”, porque por ahí alguien piensa que estoy hablando, qué sé yo, de veinte horas delante del teléfono. No: antes de los dos años, se recomienda que los niños no usen el celular salvo para alguna videoconferencia con un familiar, y entre los dos y los cinco, se sugiere que no lo hagan más de una hora por día y siempre acompañados por un adulto. Es decir, el adulto debe compartir la actividad con el chico, y no tirarle el aparato por la cabeza para que haga un uso solitario. A partir de ese margen ya hay sobreexposición, aunque obviamente no es lo mismo una hora y media de celular con un adulto al lado que cuatro horas frente a la tablet mirando videos de YouTube sin ningún tipo de control.

–¿Y qué recomendarías, entonces?

–La primera recomendación es que hasta los cinco años los niños hagan una vida predominantemente analógica. Hay estudios y artículos periodísticos recientes que señalan que las personas de alto poder adquisitivo envían a sus hijos a instituciones educativas donde se los educa de manera analógica, o les dan una crianza de ese tipo; lo que quiero decir es que, paradójicamente, comienza a ser un lujo social el estar desconectado. Se ha vuelto casi un privilegio de clase, mientras la mayoría de la gente hace lo que puede y les tira el celular a los chicos por la cabeza. Conviene recordar que, al menos hasta los cinco años, el celular no educa, el celular no acompaña, el celular no enseña. Después de esa edad, la tecnología puede ser vista como un beneficio o una gran oportunidad. Pero sintetizando, y volviendo a los riesgos, el primero es la simple ausencia del adulto, y el segundo tiene que ver con el desarrollo cognitivo. Los seres humanos nacemos con un cerebro inmaduro; el cerebro se va desarrollando a lo largo del tiempo, pero con una carga muy fuerte en los dos primeros años de vida, y el uso de tecnología a edades prematuras no solo no favorece el desarrollo cognitivo sino que lo desestimula. El tercer peligro, que se da a mediano o largo plazo, es el acostumbramiento a estar rodeados de tecnología. Yo hablo mucho con familias, y se da una paradoja: mientras los padres de chicos pequeños me dicen que “es imposible” no ponerlos frente a una pantalla en ciertas circunstancias, como en un restaurante justamente, aquellos que tienen hijos adolescentes se quejan de que permanecen demasiado tiempo frente al aparato, y que no pueden lograr que coman sin él. Y yo les digo, entonces, que acaso hayan sido ellos mismos quienes los acostumbraron a eso: jamás hay que emplear el celular como un “calmante”.

–Internet es una herramienta sublime, y también un inmenso peligro. Ese riesgo, ¿radica fundamentalmente en las redes sociales?

–Hay que pensar las redes desde un punto de vista amplio. Los riesgos están en la interacción social, claro, ya que puede haber contactos maliciosos. Sin embargo, no es por no tener Facebook, Instagram o TikTok que nuestros hijos van a evitar los riesgos, ya que el chateo se puede dar a través de múltiples plataformas. No son las redes sociales el peligro, sino las personas.

–¿Me harías una breve lista de consejos prácticos en torno del vínculo entre los más pequeños y el Smartphone?

–El primer consejo, que es clave, es no apresurarse a darles un teléfono celular. Después, cuando ya lo tienen, lo fundamental es dialogar con ellos sobre el uso que le dan; así como les preguntamos cómo les fue en el club o en la escuela, debemos hacerlo sobre qué aplicación bajaron o qué red social están utilizando. También resulta muy valioso que les demos información concreta: si usan TikTok, pasarles un par de textos sobre esa red y cómo funciona, por ejemplo, y también explicarles los riesgos que se corren en Internet, como el sexting o el bullying. En un plano estrictamente práctico, es útil que el celular tenga contraseña.

¿A qué edad podemos aprobar el teléfono celular?

Por Sebastián Bortnik

Llegó la hora del teléfono. O mejor dicho, ¿llegó la hora del teléfono? Dicen que una imagen vale más que mil palabras, y la siguiente resume a la perfección la relevancia que tiene esta pregunta para las familias. Ya se ha mencionado el sitio Common Sense Media y su foro, donde quien lo desee puede dejar su opinión sobre diversas preguntas asociadas a estas temáticas. El mismo portal tiene un botón para ver las preguntas más frecuentes y sus comentarios. Consideremos las primeras cinco, entre las que también se encuentra la inquietud sobre si compartir contraseñas, de la que ya hemos hablado. Mientras el promedio de comentarios en las otras cuatro preguntas es de poco más de treinta, al momento de hacer la captura la preunta sobre a qué edad dar acceso al celular tenía más de ¡setecientos comentarios!

Mi experiencia como capacitador coincide con lo que vemos en este popular sitio de internet. Junto con la pregunta de cuál es la medida justa en la que hay que controlar a los chicos, que ya abordamos, esta es una de las que con más frecuencia se presenta en las charlas con adultos, y la consulta que recibo con mayor regularidad a través de las redes sociales.

Es posible que muchos de ustedes estén esperando una indicación precisa sobre cuál es la edad ideal para dar un teléfono celular (“10 años, 4 meses y 175 días” por ejemplo). Mucho me temo que voy a defraudarlos por duplicado: no solo no creo que haya una respuesta exacta, y quizá ni siquiera aproximada, sino que tampoco considero que sea una pregunta demasiado importante. Espero arrojar algo de luz al asunto explicando ambos aspectos.

Empecemos por la edad, que es el eje de las preocupaciones. Un buen punto de partida para saber dónde estamos parados es conocer los datos sobre a qué edad suelen recibir los chicos su primer celular. Veamos:

  • Según el Instituto Nacional de Estadísticas de España, el 75% de los niños y niñas de 12 años ya tiene un móvil, y ese número asciende a 94% para los 15 años.
  • Según un estudio de Common Sense Media, el 53% tiene un smartphone a los 11 años y el porcentaje asciende a 84% unos años más tarde.
  • Según el Indec, el centro nacional de estadísticas de la Argentina, en mayo de 2019 el 75,5% de los jóvenes que terminaron la escuela primaria ya tenía teléfono celular.

Las estadísticas de diversos países muestran que los comportamientos suelen ser similares y que, para la mayoría de los chicos, el celular llega entre los 9 y los 12 años. Aunque hay casos excepcionales, en que podrían recibirlo un poco antes o un poco después, se trata de situaciones minoritarias.

De alguna manera, estos datos confirman que la cuestión se presenta en la mayoría de las familias. Y eso hace que la pregunta sea tan extendida. Pero si no podemos dar una respuesta precisa y absoluta en términos de edad, quizá sí podamos reformular y descomponer la pregunta de modo que se vuelva significativa para cada familia. Y estas sí son las que vale la pena contestarse antes de definir cuándo dar el paso de ofrecer un dispositivo de uso personal: en primer lugar, ¿por qué queremos darle un celular a nuestro hijo?; y luego, ¿qué necesitamos ver en nuestro hijo para confirmar que está preparado para un celular? La primera cuestión es la más importante. Y las respuestas más frecuentes no son, en mi experiencia, exactamente las que estaríamos orgullosos de sostener: el principal argumento para dar un celular suele ser, o bien que lo viene pidiendo con insistencia desde hace mucho, es decir, por agotamiento, o bien que sus compañeros ya lo tienen, es decir, por imitación o condicionamiento social. La otra razón que suele surgir es el tema de la seguridad. Detengámonos en ambas.

Todos tienen, yo quiero el mío

Empecemos por la primera razón. Un celular es una herramienta demasiado poderosa para entregarla por agotamiento. Si nuestro hijo pretendiera usar el cuchillo a los 2 años para comer, o salir a andar solo en bicicleta de noche a los 6 o 7 años (al menos en grandes urbes) o salir a bailar a las 2 de la mañana a los 9 o 10 años, o manejar un auto a los 12… ¿nos dejaríamos convencer por agotamiento? Con alguna excepción, la mayoría entenderá que no, que la incorporación de cada una de estas herramientas o recursos requiere una edad y madurez determinadas. Entonces, ¿por qué sería distinto en el caso del celular? En el fondo, lo más probable es que estemos subestimándolo en sus posibilidades, sus riesgos, y en las responsabilidades que conlleva incorporarlo. De hecho, ya lo hacemos desde su nombre. Teléfono celular, o tan solo celular, o móvil… son las mismas palabras que utilizábamos hace veinte años para nombrar a sus precursores, esos aparatitos (o aparatotes) que solo servían para llamar por teléfono y, con suerte, para enviar mensajes de texto. Hoy, que han multiplicado por miles o millones sus capacidades de almacenamiento, procesamiento, conectividad, los seguimos nombrando igual. De hecho, seguimos pensando que los teléfonos celulares evolucionaron, cuando en realidad las que evolucionaron fueron las computadoras: hoy pueden ser muy pequeñas y hacer llamados telefónicos. Porque en verdad, lo que tenemos en el bolsillo, lo que les damos a nuestros hijos, es una computadora conectada a internet, mucho más que un teléfono.

Es por seguridad

La otra razón con frecuencia esgrimida por las familias apela a la seguridad. Ahora bien, ¿es el celular un dispositivo de seguridad? La historia que acompaña este argumento suele ser “puede avisarme si llegó” a algún lugar, o “puedo llamarla para ver dónde está o qué está haciendo”. Revisemos por un segundo esta situación. Mamá o papá esperan que su hijo vaya de un lugar a otro: si avisa que llegó, ellos estarán tranquilos. Si no avisa que llegó, ellos no estarán tranquilos. En ninguno de los casos estará más o menos a salvo. De hecho, podría estar en riesgo avisando y podría estar muy bien y no avisar. Esta expectativa tiende a producir nuevos problemas de convivencia con los hijos ya que comienza a ocurrir, previsiblemente, que esta ilusión se frustra porque la criatura se queda sin batería, se olvida o pierde señal: he acumulado varias historias en este sentido también. Los celulares no son dispositivos de seguridad. Y ojo, con esto no quiero decir que esté ni bien ni mal dar un celular por tranquilidad, sino que vale siempre la pena reflexionar y tener claro por qué hacemos lo que hacemos, de modo que cualquier decisión que tomemos sea una decisión consciente.

Dar un celular es entregar una herramienta. Si los argumentos para hacerlo no son los reales, el acompañamiento que demos después quizá no sea el mejor. Si damos un celular porque nos cansaron tantos pedidos, en el momento en que lo hacemos se terminarán los pedidos y adiós al problema. Si damos un celular por seguridad, cuando lo tengan podremos llamarlos a cualquier hora para saber dónde están y se acabará problema. Se supone, con esta mirada, que dar un celular es una solución. A mi entender, en cambio, es un hermoso problema. Porque un celular es una herramienta. Es un problema que debería causarnos orgullo; como cuando nuestros hijos empiezan a ir solos a la escuela, o empiezan a tomar el transporte público. No es el fin de algo, es el inicio de una nueva etapa. Y el inicio de algo implica un proceso que necesita ser acompañado de diálogo y que probablemente sea progresivo y compartido por la familia. Como ocurrió siempre, con casi todas las cosas que se incorporan al hacerse más grandes: primero vas al boliche matiné y te llevan tus padres, y a medida que crecés vas al boliche más tarde y podés ir y volver solo.

Por eso, un año más o un año menos, no hace la diferencia. Y por eso también, la edad a la que se da un teléfono celular no es la cuestión más importante. Lo que debemos pensar no es tanto el cuándo, sino el cómo.