Por Guillermo David (*)

Cuando se pronuncia la palabra Malvinas ocurre una conmoción en nosotros. Una memoria hecha de sufrimiento y honor mancillado, de irredentismo y crítica a la guerra, de reivindicación histórica y reclamos desatendidos, activa los dilemas que atraviesan el lugar en nuestra alma que como nación y como individuos le asignamos. Se trata de una memoria escindida, una herida absurda que no alcanza a conjurar los fantasmas que la constituyen. Pues articula una causa nacional de raigambre popular transformada por una dictadura infame en una guerra inaudita que, pese a ello, obtuvo el consenso colectivo. Debido a esas tensiones paradojales, durante décadas la “cuestión Malvinas” se vio sujeta a innumerables vaivenes en los que olvidos enojosos y lecturas sesgadas impidieron un balance adecuado a riesgo de simplificaciones e injusticias. Sólo en los últimos años, merced a políticas de reconocimiento y reparación, así como de enjuiciamiento a responsables de crímenes de lesa humanidad involucrados en el conflicto, la sociedad argentina logró en cierta medida ponderar el evento.

La experiencia que cada argentino tiene en su conciencia cuando resuena el nombre Malvinas hace crujir cualquier conversación que se sostenga en torno de las islas y la contienda. Entretanto, se han ido erigiendo políticas de la memoria estatales: monumentos que amojonan el territorio (cuyo epítome es el Museo Malvinas instalado, no sin que ello implique una explicitación de su dilema, en la ex Esma), se conjugan con conmemoraciones oficiales acompañadas de gestos de reparación simbólica y material a quienes fueron sus víctimas y protagonistas. Por su parte, la sociedad argentina ha prodigado una inmensa cantidad de relatos –libros, películas, exposiciones-; ha creado instituciones como los Centros de Ex Combatientes, y se ha prodigado en amplios debates en torno del conflicto.

La guerra es la instancia máxima en la cual una sociedad actúa sus dramas más profundos. Teatro trágico, suscita pasiones que, como tales, no temen incurrir en incongruencias. Una retahíla de imágenes dolorosas y memorias personales fueron encontrando desde el otoño del ’82 diversas modulaciones en una disputa por el sentido de aquel evento. Pero se trata de una reflexión de imposible clausura, destinada a seguir reformulándose con cada generación.

Todos los elementos del relato épico y su desenlace trágico concurren para pensar los problemas que despierta la memoria de ese momento aciago del país. La culpa y a menudo la vergüenza de haber apoyado la iniciativa bélica colisionan en nosotros mismos con la vindicación de la épica de quienes ofrendaron sus vidas. Enfrentar la muerte en nombre de la Patria, esa metáfora eficaz y abstracta del alma colectiva, constitutiva de identidad, que habita en cada argentino, es sin duda el punto de reafirmación soberana más fuerte a que pueden ser sometidos un ser humano. Un “nosotros” se conforma allí, con todo lo que de provisoria ficcionalidad supone. Pero se trata de un nosotros que no clausura las diferencias, incluso antagónicas, sino que las suspende circunstancialmente en nombre de la Nación y del sacrificio de sus hijos que va a propiciar. Esa ofrenda humana consensuada deja una herida en el conjunto del cuerpo social que no cicatriza.

Hubo dictadura. Hubo guerra. Hubo derrota. Hubo sobreposición de causas. A la comisión de delitos de lesa humanidad por parte de las Fuerzas Armadas, prolongados durante el conflicto en las propias islas, se sumó la impericia de la conducción política y militar, que indujo a la derrota tras 74 días de confrontación. Sería vano enumerar infamias, más o menos sabidas. Baste rememorar los trenes cargados de soldados que volvían del sur por la noche y eran rápidamente acuartelados, ocultos a la mirada pública. Las imágenes de cuerpos hambreados, mal vestidos, peor tratados, que fueron a las islas carentes de instrucción suficiente, investidos de la dignidad de la derrota, quedaron en la memoria colectiva como una marca visual indeleble. Hubo debate. Hubo reivindicaciones (algunas luctuosas, como los alzamientos carapintadas, que consideraban su participación en la guerra el salvoconducto de su impunidad por los crímenes cometidos durante la dictadura); hubo claudicaciones, amnistías, “desmalvinización” y olvido. Pero sobre todo hubo producción cultural.

Sin embargo, pese a la profusión de libros y documentales testimoniales siempre hay un dejo de incomodidad tanto en el reconocimiento de los excombatientes como en la reflexión sobre las causas y consecuencias del conflicto. ¿Es posible o admisible desatar una guerra justa a través de un Estado terrorista? fue la pregunta formulada desde el exilio por la voz desgarrada de León Rozitchner, que no admitía concesiones en su respuesta. Ese interrogante, que ha ido cobrando diversas formas, dificulta un balance certero y ecuánime. La sombra de la memoria dictatorial, cautiva de la idea de que dos demonios se enfrentaron en una conflagración cuyo saldo fue un conjunto de víctimas inocentes, despoja de dimensión épica a sus protagonistas y a menudo los subsume en la categoría de “chicos de la guerra”, minorizándolos, despojándolos de lo que acaso sea el momento de mayor inscripción en la historia de cada uno de ellos, que de simples ciudadanos bajo bandera actuaron gestos heroicos. (Un ex combatiente me dijo una vez: “Yo tomé las armas contra el imperialismo. ¿Vos?”)

La construcción del enemigo interno, que transformó a la sociedad civil en blanco del terrorismo de Estado, durante la posguerra dio en la figura del ex combatiente con su figura ideal: es el excluido perfecto. Movilizado bajo las órdenes de un mando militar manchado por el genocidio, tras la derrota su presencia se vio opacada, se le quitó entidad. Otros hablaron en su nombre. Se les restó valor a sus acciones, a su enfrentamiento con un enemigo poderoso en condiciones de inferioridad, a su presencia y a la muerte en el territorio malvinense. En definitiva, se clausuró por largo tiempo la posibilidad de erigir el relato del honor, que es la materia con la cual se fundan las naciones.

En su doble carácter de víctimas de la dictadura y de guerreros que enfrentaron a un imperio, tras la derrota los soldados fueron privados de visibilidad y de voz. Los testimonios directos de algunos ex combatientes, que con su carga de orgullo y el sesgo trágico de no pocos destinos reponen la experiencia privilegiada de haber peleado por la patria, producen una incomodidad disruptiva que invita de continuo, como sucede con las víctimas del terrorismo de Estado, a considerar la memoria una política necesaria de puesta al día de los problemas del presente.

La trama de versiones escritas abundó en miradas sesgadas que denotaban su intencionalidad política eminente. Con los años la investigación histórica, que retomaba los trabajos que durante medio siglo habían abundado en la situación de las islas, fueron haciéndose cargo de la contienda y sus diversas inflexiones. Por lo demás, no escasearon las versiones escritas por los propios ingleses, algunas de las cuales fueron traducidas en nuestro país.

Paul Groussac, uno de sus más afamados directores de la Biblioteca Nacional, con su Les Îles Malouines escrito durante el Centenario sentó las bases incontrovertibles de los derechos soberanos que le asisten a la Argentina tras la usurpación británica. Su trabajo se volvería una potencia colectiva al ser reeditado y compendiado en ediciones populares por el Estado a instancias de Alfredo Palacios en 1934. Ese libro es un claro ejemplo de la potencia de la palabra escrita cuando encarna en sujetos colectivos y deviene sentido común. Es lo que Gramsci llamaba “un libro viviente”.

Antecedido por un opúsculo de José Hernández y de un siglo de reclamaciones diplomáticas, el texto de Groussac dio con su destino al resignificarse durante la Década Infame. Momento en el cual Julio Roca (h), tras el ominoso pacto con el canciller Runciman que ataba nuestra economía a la inglesa, declaró que “la Argentina ya formaba parte del Imperio Británico”. Dicha confesión desataría el fervor nacionalista que consolidó tanto la animosidad anti-inglesa como hizo de las Malvinas el emblema de toda batalla soberana futura. Las décadas siguientes asistiríamos a la transformación del reclamo en causa emocional del conjunto del país.

Las ficciones hacen la historia en la medida en que insuflan en sus protagonistas las ideas-fuerza que los conducirán a la acción, incluso a la ofrenda de sus vidas. La larga retahíla de textos e imágenes, de producciones culturales que conforman el imaginario malvinero, admiten tanto documentos, trabajos históricos, alegatos políticos y diseños pedagógicos escolares, como ficciones. Entre estas últimas, cabe destacar desde la notable Guerra en Malvinas, de Ubaldo López Cristóbal, novela publicada durante la Década Infame en la cual un grupo de gauchos recuperan el territorio y el gobierno de Justo los obliga a retirarse, hasta Las islas, de Carlos Gamerro, pasando por los Pychy Cyegos de Rodolfo Fogwill, ya clásicos del género de narrativa malvinera. En ese sentido, la creación literaria ha acompañado la memoria esquiva del conflicto y ha alimentado ciertas ideas que permanecen en torno de sus actores. Serie literaria y serie histórica, como decía Viñas, dialogan conformando un mapa de la nación imaginaria que intenta balancear aquel episodio. La deriva de esa conjunción se podría ilustrar con dos ejemplos opuestos –y complementarios. Hacia los años sesenta los militantes de la Resistencia Peronista hacían circular la leyenda de un Perón que volvería clandestino en su avión negro y desde las Malvinas conduciría la Revolución Nacional. Dos décadas más tarde Jorge Luis Borges disponía en su poema Juan López y John Ward el cruce entre dos soldados afines de banderas rivales que mueren en la guerra. Entre esas mitologías contrarias se cuecen a fuego lento la memoria ardiente de la causa Malvinas.