Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Sociallozanomons (3)

 

¡Jesús Resucitó!

¿Cómo podemos hacer para darnos cuenta? Cualquiera podría decir que sigue viendo la misma realidad a su alrededor, y que no nota ningún cambio. Sin embargo, podemos hacer experiencia de la fe. Jesús mismo viene a nuestro encuentro, y quiere renovarnos en la alegría de la Pascua.

Hoy leemos el Evangelio de San Juan que nos trae el relato de dos apariciones de Jesús Resucitado a sus discípulos que estaban encerrados por temor que a ellos les sucediera lo mismo que a Jesús. Lo primero que les dice el Señor es “¡La paz esté con ustedes!”, y lo repite una vez más. Ese es su regalo, una paz que es don y tarea a desplegar. La Pascua nos hace hermanos, y nos deja la hermosa responsabilidad de ser artesanos de Paz y Justicia.

Esta irrupción de Jesús se produce en la mañana del Domingo de la Pascua. Todavía estaba grabado en los discípulos el dolor del Viernes marcado por la Pasión, la Crucifixión y la Muerte. Algunos de ellos habían visto colocar el cadáver de Jesús en la tumba, y rodar la piedra. La muerte parecía irreversible. Por eso el evangelio afirma claramente que “los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor”. No es un sentimiento pasajero o superficial, sino una experiencia de estar colmados, desbordantes de alegría. Como diciendo que no les quedaba espacio en la vida que no estuviera habitado por la alegría en un sentido personal, y en sus vínculos comunitarios.

El Encuentro con Cristo les deja paz, alegría y el perdón de los pecados.

En esa tarde faltaba uno de ellos, Tomás. Cuando le contaron lo sucedido no lo quiso creer, e incluso dijo en tono desafiante: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”. Esta actitud de Tomás nos resulta de gran valor, aunque parezca contradictorio. Porque a la semana siguiente vuelve Jesús y se pone delante del Apóstol incrédulo y le muestra las llagas de las manos y su costado herido.

Dos enseñanzas podemos vislumbrar en esta escena. Para encontrar a Jesús tenemos que acercarnos a sus llagas y permanecer en la comunidad. Hoy las heridas de Jesús siguen abiertas en los que sufren: los pobres, hambrientos, enfermos, despreciados, pisoteados en su dignidad. En esta situación de aislamiento social ellos son los que llevan la peor parte. Los que viven en condiciones de hacinamiento ven que se multiplican las condiciones de violencia doméstica y abuso de todo tipo. Las mujeres sufren al no poder encarar tareas comunitarias que generan un sustento económico y sirven a su vez de contención afectiva. Algunos no llegan a los beneficios sociales a los cuales se accede por internet.

Muchos ancianos están solos, y no pueden ser visitados por su familia. Gracias a Dios la iniciativa solidaria de vecinos o comunidades parroquiales les dan una mano para comprar comida o remedios.

Recemos por ellos.

Este domingo celebramos la Fiesta de la Divina Misericordia. Muchos expresan su devoción y cariño al cuadro que representa a Jesús Misericordioso que, resucitado, viene caminando a nuestro encuentro. De su pecho brotan sangre y agua, que representan a los sacramentos de la Eucaristía y el Bautismo.

Varios feligreses buscan obtener en esta jornada la Indulgencia Plenaria, y preguntaron cómo hacer en estas condiciones de aislamiento social. Hay varias excepciones contempladas por un Decreto de la Santa Sede de junio del año 2002, durante el Pontificado de San Juan Pablo II. Allí se establece que “todos los que por justa causa no pueden abandonar su casa (…) podrán conseguir la indulgencia plenaria en el Domingo de la Misericordia”, con la intención de cumplir en cuanto sea posible, las tres condiciones habituales (oración por el Papa, Confesión y Comunión). Aprovechemos entonces esta gracia que se nos concede.