regugiados

Por Philipp Edling,

Los dos fenómenos migratorios contemporáneos más amplios, en términos cuantitativos, poseen algunas similitudes y una triste diferencia.

A partir de 1939, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, millones de personas decidieron abandonar sus países de residencia para escapar de la guerra, el hambre, la pobreza, la injusticia, de regímenes dictatoriales. Buena parte de estas personas eran europeas que lograron refugiarse en otros rincones de su continente, pero también en América, en África y en Asia.

No ha sido tan exitoso (a pesar de las facilidades actuales en el transporte y en la comunicación global) el intento de relocalización de los migrantes que provienen de Medio Oriente, el sur de Asia y África en el último par de años (que también huyen de la guerra, el hambre, la pobreza, la injusticia, de regímenes dictatoriales) en lo que la prensa internacional ha denominado «Crisis Migratoria Europea». Claro que Europa, en este caso, es quien cierra las puertas a los refugiados y hace gala de cada una de las limosnas que arroja ocasionalmente.

Un importante sector de los seres humanos que buscan nuevos horizontes hacia el norte proviene de Siria. Envuelto en una sangrienta e intrincada guerra civil, el país ha expulsado al menos a cinco millones de personas, a las que hay que añadir otras siete millones que fueron forzadas a desplazarse al interior del territorio nacional.

Entre Turquía y el Líbano, dos de los países limítrofes, han acogido a unos 3 millones de sirios y sirias como refugiados. El caso del Líbano es especial: las estimaciones hablan de alrededor de un millón doscientos mil refugiados allí establecidos, lo que representa un cuarto de la población previa del país. Si Europa decidiera recibir a la misma proporción de migrantes, alojaría a unas 125 millones de personas.

A mediados de marzo de este año, la Comunidad Europea firmó un acuerdo con el gobierno de Turquía, con la intención de controlar la ruta migratoria más importante desde Medio Oriente a Europa, que une la costa turca con la de Grecia. En pocas palabras, se acordó un ordenado marco jurídico para deportaciones en masa y la tercerización del problema a países fuera de la zona Schengen. A partir de ese momento, todo migrante que traspase la frontera griega es detenido y llevado a un campo de refugiados, donde se le hace solicitar el asilo político al Estado griego y debe esperar, hasta que las autoridades migratorias decidan su futuro.

Europa confecciona una lista arbitraria de países. Los divide en «seguros» y «no seguros», por lo que si el migrante proviene de un país de la primera categoría no tiene mayores perspectivas de ser recibido en el «Viejo Continente». Poco valen aquí las quejas de los pakistaníes que denuncian provenir de zonas con bombardeos cotidianos: Pakistán es para Europa un país seguro.

Algunos de los centros de detención de migrantes, como el de la isla griega Lesbos, ya están sobrepoblados y carecen de servicios básicos para los refugiados, como asistencia legal, intérpretes que puedan otorgarles información sobre su situación legal o sus posibilidades. El hacinamiento y la precaria atención médica completan el panorama. Desde la puesta en marcha del acuerdo, alrededor de quinientas personas han sido deportadas hacia Turquía.

Como contraparte, la Unión Europea ha decidido acoger a un migrante sirio por cada uno que se asiente en Turquía. Desde marzo se han distribuido un centenar de ellos en diferentes países de la UE. Cien personas, en medio de la crisis migratoria más importante de los últimos setenta años.

A Turquía, a cambio de su rol de socio gendarme se le ha duplicado la ayuda económica (ahora será de 6.000 millones de euros). Prevén eximir de visado a los turcos que visiten Europa y se les prometió incluir en la agenda de Bruselas la futura adhesión del país al bloque. En otros términos, rédito político para el gobierno del país, que mientras tanto hace malabares con los casi dos millones y medio de refugiados que ya habían ingresado al país en el último año y medio. Muchas organizaciones humanitarias han denunciado las deplorables condiciones de los asentamientos de refugiados en Turquía, la escasísima preparación institucional para contenerlos y las deportaciones clandestinas que ocurren en la frontera con Siria. Pero de esto no se habla, ni en Grecia ni en Turquía: los refugiados se han visto reducidos a una moneda de cambio para los gobernantes.

Alrededor de tres mil quinientas personas murieron el año pasado queriendo llegar a Europa, víctimas de naufragios de embarcaciones precarias en medio del Mediterráneo, de accidentes en el transporte terrestre, de frío, de enfermedades curables. Tres mil quinientas personas que murieron por ser refugiados. Los que consiguen llegar y (con mucha fortuna) son admitidos legalmente por las autoridades migratorias, se enfrentan día tras día a hostilidades de todo tipo. Una enorme propaganda mediática muestra en la televisión europea a los refugiados agolpándose a miles en los pasos fronterizos, recordando a invasores bárbaros. Se los equipara también a terroristas, de modo injusto, cada vez que tienen lugar acontecimientos trágicos como los de Francia o Bélgica.

Menos prejuicios tienen los funcionarios europeos cuando deciden vender armas a Siria, o bombardear el país. O secundar las incursiones genocidas estadounidenses en Asia.

O promocionar el saqueo de sus multinacionales en África. La hipocresía no tiene fronteras tan precisas.

Fuente: ANÁLISIS DIGITAL