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El musical de amor y jazz dirigido por Damien Chazelle y protagonizado por los carismáticos Ryan Gosling y Emma Stone, que viene de acumular 14 candidaturas para el Oscar y obtener siete Globos de Oro, llegará este jueves a la cartelera argentina para despertar devoción, ganas de bailar y hasta reproches.
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El filme empieza arriba: bailarines enfundados en ropa de colores primarios para instaurar desde el vamos el impacto vital del musical claśico hollywoondense, género-tierra prometida, donde la gente de a pie puede derrotar al realismo y cumplir sus sueños, aún a riesgo de perderse en el cielo de las estrellas fugaces.

La historia de chico-conoce-chica, sufridos aspirantes a artistas en Los Ángeles, meca y calvario de sueños, que otra vez vuelve a rendirse un auto homenaje, como sucedía en «El artista», de Michel Hazanavicius, no tiene mucho de especial.

Los impecables números musicales en plano secuencia, capaces de ir cantando y danzando el ciclo de un romance, con brillante introducción, nudo centellante e incierto desenlace, tampoco descuellan.

En paralelo a la trama romántica, parece desarrollarse otra película más cercana al melodrama, sobre cómo el mercado aplica su letal sentido común para domesticar anhelos y convertirlos en premios consuelo, pero lauros al fin, firme en su misión de que nada se pierda y se aproveche, no reviste un particular encanto.

Todo junto es una bomba de vitalidad, donde cada escena se solidariza con el todo del cuento a relatarse, y como sucede en tantos buenos musicales, se relaja y trabaja desde el cliché, lejos de las muecas posmodernas del «Moulin Rouge», de Baz Luhrmann.

«Casablanca» es una referencia tan poderosa en la película que cobra el peso de un destino para la relación amorosa de Mia y Sebastian, en su derrotero por hacer de la actuación y el jazz, sus respectivos modos de transitar el mundo.

De todos modos, quizás sea la forma de manejar el tiempo narrativo lo que subraya su encanto.

Casi como sucede al personaje de la Reina en «Alicia en el país de las maravillas», escrito hace más de 150 años por el inglés Lewis Carroll , quien ante una pregunta de Alicia, responde que recuerda mejor «…las cosas que ocurrirán la semana que viene después de la siguiente», la memoria del filme no funciona sólo hacia atrás.

Algunas escenas de producciones insignias del género, como «Las señoritas de Rochefort» (1967), «West Side Story» (1961), y «Cantando bajo la lluvia» (1952), entre otras, se replican como guiños para cinéfilos, tan bien imbricados en la memoria del filme que, si se escapan a la mirada durante la función, no afectan a la dinámica del relato, porque la nostalgia no entra en los planes de la película.

La creación de Chazelle, director de la festejada «Whiplash», ya tiene 14 candidaturas a la estatuilla dorada, cifra récord compartida con «La malvada» (1950) y «Titanic» (1997) y suena como firme candidata a quedarse con varias de ellas en la velada del domingo 26 de febrero.

Siete Globos de Oro contribuyen a situarla en el firmamento de las distinciones, junto a un memorable trabajo compartido de los protagonistas, quienes no bailan ni cantan como Debbie Reynolds y Gene Kelly, están muy lejos de la precisión milimétrica de Fred Astaire y Ginger Rogers, pero conforman una dupla potente y dotada de química.

La película tiene oscilaciones: arranca con un ritmo vertiginoso, coquetea con el melodrama y gana en intensidad durante el flirteo, pero cae según pasan los minutos y se acerca a un final tibio, incapaz de opacar la potencia del planteo.

Tal vez sus contradicciones, los cabos sueltos, sólo subrayen cierta pelea interna del filme con su propia lógica narrativa: un tironeo entre realismo y el vuelo sobre lo verosímil, cierta tensión capaz de poner las piernas o la boca en movimiento y llevar al espectador a salir de la sala ensayando piruetas de baile, algún tarareo.