El mecanismo por el que algunos dirigentes políticos y sociales, intendentes y sus punteros ponen recursos y servicios del Estado a disposición de los más vulnerables como forma de protección de sus ilícitos generó en mí cierta familiaridad con lo que veía en pantalla

Hace algunas semanas terminé de ver la segunda temporada de la serie Narcos que produce la cada vez más poderosa empresa de televisión en línea Netflix. En términos generales y sin hacer evaluaciones sobre su calidad (no es mi especialidad) ni sobre su fidelidad a los hechos históricos (algo que ha cuestionado el hijo de Pablo Escobar Gaviria), puedo decir que me resultó entretenida, si se me permite el término, tratándose de una temática perturbadora y de una guerra contra un flagelo que ha dejado una nefasta estela de víctimas en Colombia.

Confieso que, luego de pasar mis horarios laborales atento a las noticias nacionales e internacionales de relevancia, últimamente suelo mirar televisión solamente como entretenimiento y, por tanto, la opción de las series de una plataforma que no exige horarios es una alternativa que me resulta óptima. En el caso del ciclo en cuestión, la propia temática y una situación harto compleja en nuestro país me trajeron dolorosamente a una realidad con la que se pueden encontrar similitudes.

La serie (y la propia historia de los capos del narcotráfico) muestra con bastante claridad el nivel de respaldo que estos criminales lograron entre las poblaciones más vulnerables, para las cuales suelen emprender una procesión de acciones sociales que no busca más que generar un halo de protección sobre sus actividades ilícitas. Pese a conocer previamente sobre la temática y este sistema extorsivo, las imágenes me ayudaron a moverme a través del tiempo y el espacio con mayor facilidad, lo que me permitió establecer una comparación que provoca escalofríos.

El mecanismo por el que algunos dirigentes políticos y sociales, intendentes y sus punteros ponen recursos y servicios del Estado a disposición de los más vulnerables como forma de protección de sus ilícitos generó en mí cierta familiaridad con lo que veía en pantalla. Esta «política» —muy nociva, por cierto—, que resulta, para quien hace entrega del bien público en cuestión, una migaja, y que generalmente es todo a lo que puede acceder un sector de la población, debe cesar para que el cambio que propone el Gobierno no se quede solamente en lo macro, sino que pueda penetrar en los pagos chicos. Para ponerlo en objetos: es más fácil repartir un bolsón de comida que tener un hospital en condiciones, caminos accesibles o brindar una seguridad de calidad.

Las elecciones que determinaron el triunfo de Mauricio Macri a nivel nacional y de María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires significaron un nuevo comienzo para la comunidad política. La sociedad civil, también a nivel local, pareció darse cuenta de que el «roban pero hacen» era una opción que, además de moralmente reprobable, es muy poco eficiente, dado que los recursos siempre eran destinados a los parches (no en términos viales porque eso sería, al menos, algo más productivo) y nunca a la modificación de cuestiones de fondo. Este fraude, del que toda una sociedad formó parte durante décadas, parece haber encontrado un punto de inflexión desde el que se puede avanzar en otra dirección. El mensaje parece ser: «No más migajas a cambio de complicidad», a lo que vale la pena agregar: «Basta de atajos».

En la serie se puede ver cómo los narcos consideran a esos beneficiarios de los barrios más humildes donde ellos desarrollan sus particulares planes sociales en permanente deuda con ellos, por lo que cualquier atisbo de independencia de criterio es percibido como una traición que deben pagar con la muerte. Carecen absolutamente de conciencia respecto a todo lo que quitan a través de la violencia a esa sociedad en la que pretenden erigirse como benefactores. Esto mismo sucede, generalmente con menor nivel de violencia, con quienes desarrollan una política clientelar (desde punteros hasta los propios intendentes que ejercieron, hasta la última elección, como barones del Conurbano). La pérdida de sus bastiones fue realmente un golpe fortísimo para muchos de ellos, ya que no comprenden por qué no han recibido votos y apoyos suficientes como para continuar con una rueda viciosa de prebendas y complicidad que, de acuerdo con su particular forma de ver las cosas, beneficiaba a las dos partes. Esta sensación, muchas veces fomentada hasta el día de hoy por la ex presidente Cristina Kirchner, de que es el dirigente político quien concede un beneficio social (como si fuera provisto por su propio bolsillo) y que, por tanto, le deben fidelidad es un concepto que ha dañado el tejido social de la Argentina y que costará, tal como se está viendo, mucho tiempo desterrar.

Resultan claramente palpables los numerosos problemas que está teniendo la gobernadora Vidal luego de haber puesto coto a una serie de prácticas que incluían en este entramado mafioso a policías, dirigentes y punteros políticos. Por otro lado, el apoyo que está recibiendo —y reflejan las encuestas— al erigirse como la política con mejor imagen del país son una muestra de que los argentinos nos hemos cansado de aceptar dádivas a cambio de apoyo y connivencia.

Una de las noches en la que miraba la serie, y producto de un día agitado laboralmente, quise evitar que la mente siguiera con las comparaciones, pero me resultó imposible cuando de pronto recordé las denuncias hechas hace poco más de un año en la Cámara de Diputados de la provincia de La Rioja por la compra de votos a cambio de droga. Sinceramente, no creí encontrar semejante literalidad. Confieso que esa noche me costó dormir.

Por Alexander Guvenel
Licenciado en Ciencia Política, miembro del Club Político Argentino

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