Para poder mostrar buenos resultados en materia de inflación y crecimiento, el próximo presidente tendrá que decidirse entre dos estrategias en pugna, en un país donde los acuerdos sobre las políticas se logran una vez que se ven los resultados

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La pérdida acelerada del valor de los pesos es uno de los fuertes desafíos que enfrentará quien asuma la conducción del país sobre el final de este año

 

El gobierno que asuma el 10 de diciembre estará fuertemente condicionado por los desequilibrios macroeconómicos que se acumularon en los últimos años bajo el auspicio del Fondo Monetario Internacional (FMI), como argumenté en mi columna anterior.

Pero el próximo presidente o presidenta tendrá una dificultad adicional: difícilmente sea el candidato o candidato de preferencia de la mayoría de los argentinos. El surgimiento de Javier Milei, con una intención de voto entre 15% y 20%, hará caer los votos hacia las dos coaliciones mayoritarias en las elecciones generales. Además, las disputas internas en ambas coaliciones harán que quien resulte elegido presidente lo más probable es que no supere el 20% de intención de voto en las PASO. La participación electoral quizás sea baja también, dado el cansancio de la población con los políticos, tal como registran encuestas y focus groups.

¿Significa esto que el próximo presidente o presidenta está condenado de antemano? ¿Cómo puede hacer para construir un nuevo consenso sobre el rumbo económico? Esbozaré algunas respuestas tentativas a estos interrogantes.

La historia moderna de la Argentina nos muestra que, como dice el politólogo Carlos Fara, los consensos en la Argentina se produjeron por resultados. Es decir, no es que nos pusimos de acuerdo sobre un conjunto de “políticas de Estado”, al estilo gran Pacto de la Moncloa y luego las ejecutamos. Se implementaron políticas y, cuando salieron bien, el votante medio, el no ideologizado, las adoptó como propias. Unos ejemplos ilustran lo dicho.

La política de derechos humanos y juicio a las juntas llevada a cabo por Raúl Alfonsín carecía de un consenso total. El peronismo, que en ese momento se opuso, solo una vez que se volvió parte de los consensos básicos post-1983 intentó apropiársela, ya durante el kirchnerismo.

A Carlos Saúl Menem lo votaron por su promesa del salariazo, no para implantar las políticas del llamado Consenso de Washington. La convertibilidad y la política de apertura y privatizaciones contaban con poco apoyo inicialmente. Pero, una vez que la economía empezó a crecer y el impacto de la fuerte inversión y de la reaparición del crédito se hizo sentir en la población, pasaron a formar parte del consenso general. Los dos principales candidatos de la elección presidencial de 1999 prometieron que no abandonarían la convertibilidad.

“La historia de la Argentina muestra que hay consensos por resultados; se adhiere a las políticas una vez que ya mostraron ser útiles”

Lo mismo pasó con el neoestatismo nacionalista implementado por Eduardo Duhalde y perfeccionado por Néstor y Cristina Kirchner. A Duhalde no lo votó nadie. A Néstor Kirchner lo votaron para que no ganara Menem. Pero los Kirchner tuvieron la suerte de que los precios de nuestras exportaciones, que estaban en mínimos históricos al final de la convertibilidad, subieran a los máximos históricos en su época en el poder. Y, como argumenté varias veces, para la mayoría de la gente que no sigue la política ni está ideologizada, es fácil confundir suerte con pericia. El neoestatismo se volvió consenso por muchos años porque la economía creció fuerte entre 2003 y 2008. Hoy, cuando empiezan a verse los graves problemas que acarrea, el país está en busca de un nuevo modelo. El consenso solo llegará si tiene éxito.

La pregunta es: ¿cómo puede hacer el próximo presidente para poder mostrar resultados en materia inflacionaria y de crecimiento? Aquí hay dos estrategias en pugna.

La primera consiste en armar una gran coalición política, económica y social, que se encolumne detrás de una agenda transformadora. Una coalición que reúna más apoyo de lo que pueda obtener el próximo presidente en la segunda vuelta electoral. Algunos hablan de sumar al 70% del país, implícitamente sumando al mileísmo y a parte del peronismo a la coalición de gobierno. Esta visión, que parece muy razonable por contemporizadora tiene tres problemas.

El primero es que una coalición así sería inherentemente inestable. La estabilidad de las coaliciones la marca el tipo de sistema electoral que tiene un país. En el caso de Chile, el sistema electoral dejado por la Constitución de Pinochet llevaba a una multitud de partidos a converger en dos fuertes coaliciones. A partir de que ese sistema fue abandonado en 2014, el sistema político chileno se fragmentó hasta quedar irreconocible. En la Argentina, las PASO permitieron la formación de dos grandes coaliciones. Aunque con muchos problemas, fue un gran paso para la estabilidad política del país. Pero, ¿qué incentivo tendrían políticos de otros colores para sumarse a una megacoalición, más allá del obvio de obtener puestos en el Estado? La dificultad aumenta cuando agregamos la dimensión provincial: muchos estarán enfrascados en disputas con los políticos de la próxima coalición de gobierno en las provincias. Es decir, ante la adversidad, una coalición así difícilmente dure mucho.

El segundo problema es que parte de un diagnóstico equivocado. La Argentina está estancada en una maraña de regulaciones, impuestos, quintas y privilegios que hacen que muchos empresarios, sindicalistas, dirigentes sociales y funcionarios públicos se beneficien a costa de la mayoría de los argentinos. Una verdadera casta. ¿Van ellos a desarmar en una gran mesa estos privilegios que los benefician? Lo dudo.

El tercer problema, relacionado con el anterior, es que, al ampliar demasiado la base de sustentación, se pone en duda la noción de cambio. Los votantes y más aún los inversores leen señales de las personas que ejecutan las políticas y hay de quienes nadie cree que pueda venir un cambio en serio.

La segunda estrategia posible es implementar un plan de shock que, además de ir rápidamente a un superávit fiscal, ataque con fuerza las regulaciones, impuestos y quintas que mantienen al país estancado.

El nuevo modelo, que permitiría no solo bajar la inflación sino también mostrar un fuerte crecimiento del empleo, tiene que cambiar la matriz de incentivos económicos que gobiernan la Argentina desde hace décadas. Debería integrar nuestra economía al mundo, para aumentar las exportaciones, desregular mercados, hacer más fácil la contratación de empleados y eliminar múltiples impuestos, trabas y tramites. Todo esto generaría un montón de reticencias.

“Una estrategia posible es implementar un plan de shock que, además de ir rápidamente a un superávit fiscal, ataque con fuerza las regulaciones, impuestos y quintas que mantienen al país estancado”

En mi primer puesto de responsabilidad, mi jefe me dijo, en perfecto francés, que “cuando llegás a este nivel, no elegís si te van a putear o no, sino quién te va a putear”. El próximo presidente o presidenta tiene que elegir quién lo/a putea. La respuesta es bastante fácil. Como bien escribió Diana Molero en la revista Seúl, haga lo que haga el próximo gobierno, igual los grupos de privilegio no lo van a querer. Van a trabajar y pelear fuerte en los medios y en la calle para que vuelva un gobierno que les devuelva sus privilegios. Es decir, el próximo presidente tiene que implementar un fuerte programa de cambio y de ajuste, y el ajuste debe recaer sobre “la casta” empresarial, sindical y política y no sobre la población en general. La clase media se beneficiaría por la baja de la inflación y la aparición de oportunidades laborales.

Una agenda como esta requerirá el uso sin pruritos de decretos presidenciales cuando no haya mayorías parlamentarias. Para cuando el peronismo acuse de que el uso de decretos es dictatorial (lo hizo con Mauricio Macri), les recuerdo que no solo su uso está regulado por la Constitución, sino que los peronistas hicieron un uso profuso. Carlos Menem dictó 51,9 decretos por año en el poder; Eduardo Duhalde, 108,7 por año; Néstor Kirchner, 58,9 por año; Cristina Kirchner, 9,5 (tuvo mayoría en ambas cámaras en gran parte de sus mandatos), y Alberto Fernández, 50,3. Esto contrasta con 1,8 por año de Raúl Alfonsín, 36,5 de Fernando de la Rúa y 17,2 por año de Mauricio Macri.

Sin embargo, implementar un plan así no significa dejar de negociar ni implica abandonar una dosis necesaria de gradualismo. Dos ejemplos: los planes sociales y la apertura comercial. Pensar que se pueden eliminar los planes sociales de cuajo es una quimera. Cientos de miles de familias quedarían totalmente desamparadas. Esto no significa que el actual modelo de privatización de los programas sociales en empresarios y mafiosos de la pobreza deba mantenerse. Inicialmente debe cambiar la forma de administración de los planes, depurarlos fuertemente y, luego, con una reforma laboral y entrenamiento, lograr que los beneficiarios puedan salir en breve al mercado laboral.

Lo mismo ocurre con la apertura comercial. Se debe ir inexorablemente a ella, ojalá, como parte de una integración económica con la Unión Europea y otras grandes zonas. Pero eso debe ser complementado con políticas que permitan mejorar la competitividad de la industria, bajando costos laborales, de capital e impositivos y mejorando la educación y la infraestructura.

En fin, el próximo presidente o presidenta enfrenta una situación muy complicada. Pero no está condenado de antemano. Y tiene una oportunidad histórica de generar un nuevo consenso sobre el modelo económico que requiere el país para crecer. Para ello, como a los DT de fútbol, la clase media solo le va a pedir resultados.